Si los «Oscar» tuvieran alguna influencia en la industria del cine como marcadores de tendencias, a partir de hoy mismo los productores deberían estrujarse los sesos para alumbrar proyectos mudos y pintados en dos colores. Si los «Oscar» tuvieran alguna influencia en la sociedad, más allá del chascarrillo de los lunes sobre los vestiditos o las gracietas del presentador o la cara que les quedó a los perdedores, las televisiones programarían todas las noches en horario de máxima audiencia clásicos como «Amanecer», «Metrópolis» o «El nacimiento de una nación». En fin, esas «películas de antes» a las que «The artist» rinde homenaje y que, en sus mejores momentos, copia sin recato. Me juego un brazo a que este año no se rodará ni una sola película muda y en blanco y negro, y el otro a que ninguna televisión privada emitirá las primeras obras maestras de King Vidor o John Ford.

Pero los «Oscar», que hace tiempo perdieron la brújula y se dejan llevar por corrientes alternas de falsos prestigios y ca(ra)melos críticos, no podían dar la espalda a una película que ha engatusado a quienes conceden premios por doquier. Que esté detrás un tipo tan astuto como Harvey Weinstein, que fue capaz de arrancar el «Oscar» para una insignificancia como Shakespeare in love, no es baladí. Como ha sido un año más bien catastrófico para Hollywood en cuanto a calidad (los clásicos Spielberg, Scorsese y Eastwood patinaron, y los mejores títulos, como Shame, Drive, Los idus de marzo, Jane Eyre o El topo fueron ninguneados de mala manera), y la confusión impera en estos tiempos donde se matan moscas a cañonazos para que vengan cien mil más al entierro (megaupload, sin ir más lejos), Weinstein cazó al vuelo su moscardón «artístico». Incluso se ha premiado su banda sonora, ¿habrá tenido algo que ver que suene en ella el sublime score de Bernard Hermann para Vértigo? Todo vale en esta película de remiendos, no hay que sorprenderse. Vivimos tiempos donde la falta de memoria da alas a los multicopistas.

Que sí, que The artist es una película agradable, brillante cuando copia escenas de genios del pasado que siempre están presentes, y en los tiempos de plomo que corren no viene mal que en la pantalla salga gente bailando y sonriendo al final para que las sonrisas ganen a las lágrimas. Y el perrito es tan simpático... De ahí a colocarla en la cumbre del cine hay un paso gigantesco que aguarda el veredicto del paso del tiempo.

Malherido y miope, Hollywood busca la curación, o la anestesia, brindándose un homenaje que ni siquiera nació allí. Los franceses les devuelven el favor por el desembarco de Normandía y, de paso, reciben, a su vez, el bombón del fallido homenaje de Scorsese en La invención de Hugo (el carro de premios técnicos está más que jusficado) y las vacaciones pagadas de Woody Allen en Midnight in Paris, rubricadas encima con una estatuilla al mejor guión original. ¿Original? Qué buen chiste, mon Dieu.

Que Meryl Streep haya ganado al fin otro «Oscar» es justo por insistencia, aunque sea por la innecesaria «La dama de hierro». Su copia de Margaret Thatcher es perfecta, vale, pero su trabajo es el de una excelente profesional... de la imitación. Sumidos en el frenesí de la nostalgia autómata, los académicos también quisieron saldar cuentas pendientes con Cristopher Plummer, el capitán Von Trapp de Sonrisas y lágrimas. Edelweiss, Edelweeeeeeiss...