El 12 enero de 1992 se proyectaba en los cines asturianos "Peligrosamente juntos", "JFK", "Una rubia muy dudosa", "Frankie y Johnny", "El rey pescador", "Delicatessen", "Thelma y Louise" y "Bailando con lobos". Lo sé no porque tenga una memoria privilegiada, sino porque lo pone la página de LA NUEVA ESPAÑA que conservo de aquellos días en los que las salas de cine eran grandes y céntricas, y el mundo empezaba a ser muy distinto a como lo habíamos conocido hasta entonces. Al otro lado de la hoja, una noticia sobre el boxeador Mike Tyson, declarado culpable de violación. Y, al lado, una columna sobre el personaje. Mi primera columna.

Han pasado muchos eneros desde entonces. Ya no hay cines en el centro de las ciudades, Robert Redford, Kevin Costner y Michelle Pfeiffer no brillan con tanta intensidad, y aquella insegura y entusiasta columna de un aprendiz de periodista sobrevive como uno de esos momentos especiales y esenciales que uno guarda como oro en paño porque marcan un antes y un después en la pequeña gran historia de cada uno. En aquel enero de 1992, lleno de sobresaltos nacionales e internacionales, recibí una de esas propuestas que no se pueden rechazar. "¿Escribes la columna de última?", me preguntó Melchor Fernández Díaz mientras yo me peleaba con un manojo de teletipos en papel sobre las convulsiones en Rusia.

No podía imaginar entonces que casi tres décadas y miles de artículos después me vería recibiendo un premio por esa labor de columnista, y compartiendo escenario además con un maestro y amigo como Pedro de Silva. Las casualidades no existen, así que veo normal que Pedro esté aquí esta noche, como lo estuvo cuando en 1997 tuvo la generosidad de acompañarme junto a Álvaro Ruiz de la Peña, Nacho Martínez y Menchu Álvarez del Valle en la presentación de mi primer libro, "Los seres heridos". Libro que, tampoco por casualidad, prologaba Juan Cueto, que nos dejó hace ahora justamente un año, y al que yo consideraba el ejemplo máximo de columnista lúcido y lucido que nos ayuda a entender más y mejor el mundo que nos rodea, firmando con el lector un acuerdo de confianza y afinidad que perdura en el tiempo.

El periodismo vivía entonces tiempos de extraordinaria bonanza. Concretamente, LA NUEVA ESPAÑA se había convertido en uno de los periódicos más importantes del país. Tuve la inmensa fortuna de poder entrar en aquella redacción que José Manuel Vaquero había formado y transformado en los años ochenta para afrontar los nuevos y apasionantes retos que se planteaban a la profesión. No podía encontrar mejor escuela de periodismo que aquella redacción joven, entusiasta y de poderosas convicciones éticas. Con una confianza y generosidad que nunca podré agradecer lo suficiente, Isidoro Nicieza y Melchor Fernández Díaz me dieron la oportunidad de hacer realidad el sueño que perseguía desde niño. Porque yo de guaje no quería ser bombero, policía o astronauta. Quería ser periodista, y cuando los Reyes me trajeron con 12 años una máquina de escribir Olivetti de color beige, ya me veía, todo candor e ingenuidad, como el Humphrey Bogart de "El cuarto poder" o el Robert Redford de "Todos los hombres del presidente", haciendo esperar a las rotativas por mis exclusivas de última hora.

En aquella cantera inagotable de periodistas y amigos que fue LA NUEVA ESPAÑA, cada jornada de trabajo era una auténtica clase práctica impartida en horario intensivo por maestros generosos y exigentes que, pese a su juventud, dominaban el oficio con una destreza admirable y una vocación contagiosa, cualidades que llevaron al periódico a la lista más selecta del periodismo nacional desde una región de solo un millón de habitantes.

Hoy, el periodismo afronta desafíos muy distintos a los que vivimos en los años 80 y 90. Son tiempos de dudas, confusiones, incertidumbres, peligros imprevisibles, tormentas sociales que acompañan al cambio de era. Las nuevas tecnologías y el tsunami digital han traído grandes ventajas y grandes riesgos. Hay que convivir con transformaciones gigantescas en el consumo de la información, navegar entre el oleaje de unas redes sociales donde la verdad y el rigor están en serio peligro de extinción, enfrentarse a diario a la tóxica tentación de obtener clics de los lectores con informaciones cultivadas en el vertedero de la actualidad.

Solo conozco un camino para tratar de salir airosos de ese laberinto de presiones, y es el mismo que me enseñaron maestros como Juan Cueto: ofrecer a los lectores lo mejor de nosotros mismos y no traicionar jamás a los motivos por los que un día decidimos ser contadores de la luz informativa, y en ese pack se incluye el respeto invulnerable hacia nuestra profesión y la necesidad vital de renovar cada día el contrato de confianza sin letra pequeña suscrito con los lectores brindándoles honestidad, rigor y, por qué no decirlo en estos tiempos donde lo fácil es rendirse a la indiferencia y resignación, pasión por lo que haces y coraje frente a lo que no debes hacer. El dramaturgo Arthur Miller dijo que "un buen periódico es una nación hablándose a sí misma." Y es obligación de los periodistas luchar con todas nuestras fuerzas para que ese diálogo siga existiendo, teniendo presente que el periodismo, en palabras de Carl Bernstein, es "la mejor versión posible de la verdad".

El gran periodismo siempre ha sido origen de gran literatura. Grandes escritores fueron periodistas o grandes periodistas se hicieron escritores: Mark Twain, Walt Whitman, John Dos Passos, Ernest Hemingway, Truman Capote, Gabriel García Márquez, Paco Ignacio Taibo I, Juan Cueto, Gay Talese, Oriana Fallaci o Svetlana Alexievich son ejemplos sobresalientes de ese maridaje entre unas letras que aceptan sin queja el peaje de lo efímero y otras que luchan contra el olvido.

Lo que hoy escribimos mañana ya será sobrepasado por la actualidad, pero no siempre desaparece: hace algunos meses, vino a verme al periódico una estudiante de primero de Periodismo que dijo llamarse Laura. Sacó de su carpeta habitada por una fotografía de Rosalía una tira de papel amarillento donde sobrevivía una de mis columnas, con bastantes inviernos ya encima. "¿Podría firmármela?", me preguntó con voz temblorosa. La columna se titulaba "Alfredo", y hablaba en clave de ficción de un hombre bueno y valiente en un mundo de males y cobardes. Su abuelo, recientemente fallecido, también se llamaba Alfredo, y era un hombre bueno y valiente que le iba cantando y contando a su nieta las noticias cuando se quedaba a su cuidado. Dedico este premio a Alfonso Álvarez López, el profesor de Lengua del Codema recientemente fallecido que un día me llamó al despacho y me dijo con sonriente solemnidad: "Usted tiene que dedicarse a escribir"; a mi madre, Nieves, y a mi hermano Miguel, que se sacrificaron sin tregua para que pudiera irme a Madrid a luchar por un sueño; a mi mujer, Pilar, y a mis hijos, Andrés y David, por darme cada día las mejores noticias en exclusiva, y a todos los Alfredos y a todas las Lauras que dan sentido y sentimiento a mi trabajo, y que impiden que algunas de mis palabras sean ahogadas por las aguas del olvido.