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El último coche de Honorio Cima

Uno de los chapistas de vehículos clásicos más afamados de Asturias se jubila tras décadas de reparaciones imposibles

Honorino Cima: el mago de la restauración de coches está en Asturias

Honorino Cima: el mago de la restauración de coches está en Asturias VÍDEO: Amor Domínguez/ FOTO: Irma Collín

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Honorino Cima: el mago de la restauración de coches está en Asturias Carlos LAMUÑO

El chapista sierense Honorio Cima, tras medio siglo en el oficio del metal, repara los últimos coches clásicos de su carrera antes de dedicarse a sus asturcones, su otra pasión. En una encrucijada oculta tras los polígonos de Granda (Siero) descansa un puñado de joyas de metal. Allí, bajo un letrero que advierte “ojo con robar”, los coches clásicos y heridos cogen polvo esperando a pasar por sus manos mágicas. En el interior de su taller, Honorio Cima (1955, Siero) se coloca el equipo de protección para terminar de reconstruir la puerta trasera de un todoterreno. A su alrededor se puede ver un Citroën C4 de 1929 en el que le han dicho que se sentó Penélope Cruz durante el rodaje de una película, un Simca 1200 o un antiguo Golf Rallye. Los automóviles de coleccionista aguardan mutilados y en poses extrañas, pero todos salen lustrosos de este taller. Son coches venidos de todos los puntos de España para ser reparados a mano y a conciencia por el último de un oficio.

“Yo no sé si soy un artesano o soy uno más, pero nunca se me presentó una reparación que no fuera capaz de hacer”, explica el veterano chapista, uno de los pocos que quedan con sus habilidades. “Es un oficio que se está perdiendo”, reconoce Alberto, uno de sus dos hijos, que seguirá con el negocio cuando su padre lo deje en los próximos meses. Aunque “Carroceríes Limanes”, entonces pasará a ser un taller al uso. Pero hay algo que no cambiará nunca, advierten señalando al cartel. “Lee bien”, indican para que a nadie se le pase por alto que, en lugar de “carrocerías”, allí se dice “carroceríes”.

Honorio Cima es capaz de moldear el metal hasta convertirlo en aquello que más le convenga. Destreza. Justo eso cree que le falta a un mundo “que ha cambiado mucho y para mal”. En Asturias, opina, que falta “materia prima”, jóvenes con ganas. “Los que salen a manifestarse... ¿lo hacen por vicio? Salen con jersey de marca, zapatos buenos, bien comidos, bien bebidos. Yo trabajo de sol a sol y siempre lo hice. Mucho tiempo libre tienen”.

Era 1971 y Honorio, a punto de cumplir 16 años, acababa de firmar su primer contrato en un taller de la Tenderina, tras pasar más de un año a prueba y sin estar asegurado. Entonces lo vio, aquello era (o había sido) un Seat 600. A aquel pequeño coche, un camión le había pasado por encima. Era un amasijo de metal. Cima se lo llevó a casa. Bajo sus manos, quemadas y amoratadas por el maltrato diario al que sometían al aprendiz los oficiales del taller, aquel coche recuperó su todo su esplendor.

Se fijaron en él. El jefe del taller empezó a coger cariño a aquel chico que nunca se quejaba, que tras doce horas de trabajo todavía pedía un martillo y un trozo de chapa para seguir trabajando. Con la promesa de que se sacase el carné a la primera, el jefe decidió pagarle la licencia. Cuando llegó con su flamante permiso de conducir, Cima ya tenía coche, el seiscientos en que había invertido las noches de su adolescencia. Desde entonces no dejó de hacer lo mismo. Recibir coches irrecuperables e ingeniárselas para devolverlos a la carretera. “Por mucho que cueste o difícil que parezca”.

Medio siglo después planea su retirada, pero sabe que lo echará de menos. Tenía pensado jubilarse a los noventa, pero dio con un joven “formal” para que lleve el taller con uno de sus hijos y ha decidido apartarse. “Si no lo hubiese encontrado, no me iba”, reconoce. Su otro hijo, Rubén Cima, aunque está trabajando con ellos desde que estalló la pandemia, se dedica a la música, es dj. Honorio piensa en la jubilación, pero tiene claro que si llega un reto pedirá volver a darse de alta para reparar el vehículo.

Al igual que cuando era joven, sigue invirtiendo sus pocas horas libres en otro trabajo, el ganado. En Limanes tiene vacas y asturcones y, todos los días, al cerrar el taller pasadas las ocho de la tarde, atiende a las reses hasta la medianoche. Con la retirada, para matar el gusanillo del metal, se construirá su propio coche. Eso está decidido.

Cima levantó su taller en Granda con sus propias manos. Un motor Lamborghini, “el mejor del mercado”, pende de una pared. Acciona un ingenio construido por él mismo, un sistema de extracción que limpia el aire de una cabina de pintado en la que sus hijos rematan su trabajo. También la construyó él. Los controles de seguridad le han hecho tener que abandonar algunos de sus inventos, como unas cuñas de madera con las que levantar los vehículos para trabajar en sus intestinos. Pero en su taller, asegura, “no se tira nada”. Porque no hay nada que no se pueda reparar. Dentro de las cuatro paredes, se mire donde se mire, hay piezas recicladas convertidas en distintos útiles.

A los ojos del chapista, los vehículos, por antiguos que sean y muy valorados que estén, son solo máquinas. Puzles que resolver. “He resuelto muchísimos problemas desde la cama”, indica Cima, que celebra haber tenido que ingeniárselas para dar solución a situaciones aparentemente irresolubles. “Ya he tenido alguna vez que juntar dos coches partidos a la mitad para hacer uno solo”, relata. Todo es metal, trabajo, calor y presión. Pensar cómo crear una pieza que está descatalogada y es imposible de conseguir, o como reparar algo que todo el mundo da por perdido. Es, a su manera, un arte.

Y, sobre todo, “amor propio”. Cueste lo que cueste, si el cliente está dispuesto a pagar, Cima dice ser capaz de arreglar cualquier carrocería. Este tipo de coches, clásicos, de acero pesado y volantes finos, está especialmente cotizado en España, pero “en otros países de Europa valen un tercio” de lo que aquí se llega a pagar por ellos. A sus ojos, no tienen tanto valor, los coges, das una vuelta y ya. ¿Qué si le gustan? “Pues sí”, responde. Pero lo hace con cierto descreimiento. Su obsesión “desde guaje”, fue siempre desmontar y montar cosas, pero nada más.

A lo largo de su trayectoria ha generado una intensa relación con muchos coleccionistas de clásicos. Pero él le quita hierro a su pericia, “no es que esté especializado, es que la gente se va jubilando, vamos quedando menos y la voz se va corriendo”, explica. Hay coches que pasan por aquí que valen millones, reconoce. Como una edición limitada de un vehículo hecho a mano y a medias entre las casas Mercedes y Ford, y del que guarda fotografías impresas. A veces, cuenta, “llegan grúas desde Madrid y no llego ni a conocer a los dueños, no vienen por aquí. Piensas: ¿cómo será posible?”. Esa gente, de alto poder adquisitivo, se fía tanto de su pericia que ni siquiera pasa por el taller para seguir las reparaciones. Y, eso, más que nada, es gracias al boca a boca. Él lo sabe, y no quiere defraudar a aquellos que han confiado en él.

Su oficio, los coches clásicos, el metal recio, la soldadura de autógena, el ganado, el asturcón, el inventario de cosas condenadas a las que siente apego ya es demasiado largo. “A veces creo que tengo que escribir un libro, pero la historia mía es para echarse a llorar”.

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