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Venancio Martínez Suárez Pediatra, hoy lee su discurso de ingreso en el RIDEA como miembro de número permanente

“En la primera mitad del XIX la muerte de un niño se consideraba un accidente menor”

Jovellanos fue un prescriptor de la más alta puericultura y el primer gran médico infantil de Asturias Gaspar Casal

Venancio Martínez. LUISMA MURIAS

El pediatra Venancio Martínez Suárez (Navia, 1961) lee esta tarde, a las 19.00 horas en Oviedo, su discurso de ingreso como miembro de número permanente en el Real Instituto de Estudios Asturianos (RIDEA), titulado “La medicina del niño y la puericultura en la Asturias del siglo XVIII”. Biólogo y pediatra, trabaja en Gijón, en el centro de salud de El Llano; es profesor de Pediatría en la Universidad de Oviedo e investigador titular del Instituto Feijoo de Estudios del siglo XVIII.

–¿Cuándo surge la pediatría como especialidad médica?

–Aunque el término pediatría se usa por primera vez mucho antes, la pediatría como tal surge como subespecialidad de la obstetricia y de la medicina general en la segunda mitad del XIX. Lo que sí existe desde el origen de la humanidad es la medicina del niño, un concepto mucho más amplio. El “¡Hágase la pediatría!”, si puede decirse así, se pronunció a mediados del setecientos, aunque naciese oficialmente cien años después. Hay dos factores clave en ese punto de partida: la irrupción del pensamiento científico y su método en las maneras de acercarse a la enfermedad y la aparición del interés por el niño y la nueva consideración que recibe desde el punto de vista médico y social. Ese período aporta orden y método, ciencia y carácter profesional, a la medicina del niño.

–¿Hubo, por lo que dice, algún momento en que el niño no interesaba?

–Sí claro, aunque pueda sorprender. En la primera mitad de la centuria la muerte del niño se consideraba un accidente menor que debía ser reparado lo antes posible con un nuevo nacimiento. Muchos padres ni siquiera asistían al entierro de sus hijos y cuando morían en casa de una nodriza ni se molestaban en indagar la causa. Algunos testimonios sobre esto resultan difíciles de entender desde nuestra mentalidad.

–La puericultura, ¿cuál era su relación con la medicina infantil?

–Por ponerle un marco teórico, la puericultura se ocupa de conocer y utilizar los medios para conservar sano al niño. Hace hincapié en la dieta y en las normas higiénicas y tiene como puntos de apoyo básicos la salud pública, entonces higiene social, y la educación. Es una de las extensiones más enjundiosas y determinantes de la medicina del niño. Un médico de niños es por definición un puericultor; en cambio uno pude asumir labores de puericultor sin ser médico. Es una disciplina que cobra un gran desarrollo en el XVIII. Desde nuestra región Jovellanos fue un prescriptor de la más alta puericultura, un adelantado a su tiempo.

–¿Había instituciones donde los niños podían ser atendidos? Y en los hospitales, ¿había servicio de pediatría?

–Un hospicio era lo más parecido que había a un hospital tal como lo entendemos hoy y, por hacernos una idea, según el censo de Floridablanca de 1787 en el Real Hospicio de Oviedo se registraban un total de 957 personas, de ellos 240 niños y 389 niñas. Había un orden diferente en los espacios y en las rutinas, pero los adultos inválidos, vagabundos y holgazanes ingresados convivían con ellos.

–¿Hasta qué edad eran tratados médicamente como niños?

–Sabemos que aquí los expósitos destetados y con su lactancia concluida permanecían en el Real Hospicio como parvularios hasta que, cumplidos los seis años, eran trasladados al departamento de niños. Tras ingresar no podían abandonar voluntariamente esa institución hasta los 14 años, en que quedaban emancipados. Un solo médico con otras muchas obligaciones atendía todo el Hospicio, también a los adultos. Y una vez en la calle tenían los mismos cuidados y dificultades que el resto de la población.

–¿Qué enfermedades abundaban entre los niños asturianos?

–La mortandad más elevada era causada por la mala alimentación. Los efectos de las hambrunas y la desnutrición fueron devastadores en todo el siglo. La peste retrocedió respecto a períodos anteriores, pero aparece la gran mortalidad producida por la viruela, la epidemia del siglo. Eran frecuentes el tabardillo o tifus exantemático, la tuberculosis, la difteria, el sarampión, la gripe, la tosferina y todo tipo de infecciones que amenazaban las sucesivas etapas de la infancia, a veces mortales.

–¿Era alta la mortalidad?

–Según los datos que se pueden manejar, con algunos altibajos a lo largo de todo el siglo se mantuvieron las tasas de mortalidad infantil. De forma global fallecía la mitad de los nacidos antes de cumplir el año. Las posibilidades de sobrevivir eran mucho menores en el campo que en la ciudad, si recibían lactancia de nodriza, artificial o si se mantenían en una inclusa, donde las condiciones higiénicas eran un peligro añadido; fueron llamadas “depósitos de miseria” y “necrópolis infantiles”. Sin embargo, las muertes en la cuna del Hospicio de Oviedo eran de las más bajas de España: desde 1786 hasta 1790 recibió a 1.309 expósitos y de ellos murieron 566, el 43,3 por ciento. En instituciones similares de otras regiones, como Navarra y Madrid, las defunciones variaban entre el 80 y casi el 100 por cien. Demográficamente se compensaba como la elevada natalidad, aunque la esperanza de vida al nacer no superaba los 30 años.

–¿Cómo era la dieta de los niños asturianos?

–Sabemos de la importancia de la leche de vaca, que se tomaba fundamentalmente desnatada y en forma de suero, o se consumían sus derivados, la mantequilla y el queso. Se comía pan de maíz, de trigo o de escanda, y la harina de maíz en papilla espesa, huevos, castañas, legumbres, nabos, berzas, manzanas, nueces, avellanas, todo ello citado por Casal. En los hogares en que no había recursos la dieta era monótona y escasa. Se pasaba hambre, aparecían enfermedades carenciales y los niños debilitados morían con poca edad, por diversas causas.

–¿Las familias humildes tenían acceso a atención médica?

–Nuestra red benéfico-asistencial no era de las peores de España, pero todas tenían las mismas carencias. En 1752 había en el Principado 7 médicos, 78 cirujanos y 34 barberos-sangradores, que con los 10 hospitales para pobres serían nuestro SESPA del siglo XVIII. La consulta del médico era costosa, con lo que la mayoría trataba solo a los miembros más ricos de la sociedad. Los más desgraciados recurrían a formas alternativas de ayuda, en el mejor de los casos los cirujanos-barberos. También se podía consultar a los seis boticarios. Además, en cada comarca había curanderos, hechiceros, saludadores o charlatanes que podían llegar a tener gran predicamento. Eran accesibles y tenían oficio, aunque de lo que trataban sabían poco.

–¿Cómo convivían los remedios tradicionales y la medicina?

–En algunos ambientes para paliar determinados padecimientos en los primeros años de edad se utilizaban talismanes y amuletos, en los que se mezclaba lo religioso con lo profano, mágico y supersticioso. El culto a los santos sanadores, la fe en la hidrología y en las fuentes milagrosas fueron minuciosamente recopilados y estudiados desde una perspectiva histórica por algunos miembros del Instituto, como Enrique Junceda y Joaquín Fernández. El Padre Feijoo fue el primer analista serio de lo que de irracional había tras estas prácticas.

–¿Hubo eruditos, médicos de niños, de renombre en Asturias?

–Para mí el primer gran médico de niños sin ser tal, fue Gaspar Casal. Aunque describe pocos casos de enfermedad infantil, unos veinte, cuando lo hace, tanto la calidad de las observaciones como sus interpretaciones son magistrales. En él como médico clínico y en Jovellanos fundamentaré lo principal de mi discurso.

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