Un poema al día, por Luis Muñiz

La lectura de poesía puede ser un alto en el camino, una parada productiva en la imposible, e infecunda, aceleración de nuestros tiempos

DOS PERSONAS LEYENDO UN LIBRO EN EL CAMPUS DEL MILAN. OVIEDO

DOS PERSONAS LEYENDO UN LIBRO EN EL CAMPUS DEL MILAN. OVIEDO / LUISMA MURIAS

Luis Muñiz

Luis Muñiz

Llevo casualmente leyendo poesía rusa cerca de seis meses. ¿Casualmente? ¿Inducido por las circunstancias? Si fuera por lo segundo, podría acusárseme de connivencia con el enemigo, o bien de afanarme por conocerlo más. "Vamos a ver qué tal lo hacen los poetas de este país que acaba de invadir Ucrania", pude haberme dicho. O, si no, puede que haya querido adelantarme a una caza de brujas, zampándome en medio año desde Pushkin hasta Brodsky, antes de que un woke aliado se imponga y prohíba leer, incluso, a los poetas asesinados por el genio tutelar de Putin. Quizá, sí. Pero no. Todo ha sido por culpa de una frase de Osip Mandelstam que no recordaba verbatim y tampoco conseguía localizar en ningún libro. La frase, citada por Jesús García Gabaldón en el prólogo a su traducción de "Coloquio sobre Dante. La cuarta prosa" (Visor 1996), dos ensayos del poeta ruso, está dirigida a su esposa, Nadezhda Mandelstam, y dice así: "De qué te quejas, este es el único país que respeta la poesía: mata por ella. En ningún otro lugar ocurre eso". ¿Hará falta recordar que Osip Mandelstam murió en 1938 en un campo de concentración de tránsito, cerca de Vladivostok, cuando iba camino de su deportación en el infierno de Kolimá? Era su segunda condena; la primera, en 1934, la motivó la escritura de un poema contra Stalin que empieza: "Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies, / nuestras voces a diez pasos no se oyen. / Y cuando osamos hablar a medias, / al montañés del Kremlin siempre evocamos". ¿Hará falta aclarar quién es "el montañés del Kremlin"? Recuerdo el final del epigrama: "Y cada ejecución es una dicha / para el recio pecho del oseta". El oseta, claro, es Iósif Stalin, "el montañés del Kremlin". Donde ahora vive Putin, que no es un campesino, sino un urbanita. Por eso sus métodos de infligir dolor y muerte son más sofisticados.

Matar por la poesía: la frase parece una contradicción en los términos; significaría: matar por la vida, morir por la vida (si se es la víctima); y las dos cosas, matar y morir, por "respeto" a la vida, a la poesía. No cabe mayor elogio, una vez entendido el sarcasmo de Mandelstam, para una actividad que consiste en elevar y proyectar la voz en completa libertad, y que comporta, como vemos, más riesgos de los que parece. Sobre todo porque para sufrirlos no hace falta vivir bajo el yugo estalinista o putinista; en el caso de la poesía, la experiencia de la muerte, o de cierta muerte –muerte del ánimo, de las esperanzas de renovación–, se manifiesta siempre con la llegada del último verso, después del cual, decía Brodsky, "no hay nada salvo la crítica literaria". Por eso, proseguía, "cuando leemos a un poeta, participamos en su muerte o en la muerte de sus obras". Por eso, "escribir poesía es ejercitarse en morir".

Pero no seamos tan negativos; que no nos paralice ni nos ciegue la luz de los comentarios lúcidos; pues además de una petite mort, la lectura de poesía puede ser (es) un alto en el camino, una parada productiva en la imposible e infecunda aceleración de nuestros tiempos. (Posible en tanto que la sufrimos; imposible porque, de seguir su curso hasta el final, nos aniquilará.) Medio país está enfermo y el otro medio se debate entre la postración y el insulto, y tras la pandemia, ya sabemos por qué el reposo que recetaba Pascal es inalcanzable: no en razón de nuestra naturaleza agitada, sino porque el deseo loable se ha trocado en deseo condenable. Nos condenamos por no hacer nada; buscar la perturbación, mantenernos en alerta permanente, adscritos o conectados de continuo, en modo trabajo, es hoy el género de vida de casi todos. Por eso ante el consumo frenético de productos audiovisuales, ante la ansiedad por la falta de tiempo para atender y digerir, siquiera, la oferta de entretenimiento (la mediática incluida), les propongo la lectura de un poema al día; si se hace bien, con eso bastaría. Concéntrense en esas líneas. Léanlas una y otra vez, despacio y, a ser posible, sin ruido alrededor. Háganlo hasta que resuenen dentro de su cabeza. Hasta que sean música. Hasta que sean no reales, sino realidad. ¿La misma realidad que hay fuera? La misma, pero reanimada por su subjetividad. Y no detenida, girando más despacio.

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