Podría haber sido una estupenda película. Me interesa, mucho, que un filme como éste, sobre algo que remueve tanto como la agonía de un ser querido y cómo nosotros, sus familiares, nos posicionamos ante ella, se haya planteado desde la discreción, evitando los gritos ni lágrimas de desgarro, desde la cotidianidad dura e injusta que todo aquel que ha perdido a alguien en un hospital conoce. También hay unos personajes bien trabados, que esconden chicha, a pesar de que los veamos de refilón; tienen cuerpo y peso, son personas que respiran.

Sin embargo, no es una película estupenda. Es una historia sin historia, sin trama (todos sabemos lo que va a ocurrir y casi también la forma en que va a hacerlo), y me gusta que sea así; el problema reside en que entonces, en este caso, L ino Escalera, su director, y Pablo Remón, su guionista, deberían haber sido capaces de atrapar momentos, detalles, miradas... Y no están (o yo no soy capaz de percibirlos, que también es posible). Es uno de los riesgos de la discreción: que puedes caer en lo insulso. Y No sé decir adiós no tiene la temperatura sentimental que debería (y, repito, no se trata de exigir un tono enfebrecido de hiperemociones, pero tampoco de caer en la hipotensión); peca de una impotencia emocional que lastra todo el metraje. No, miento, no todo el metraje: en las escenas que nos muestran la zozobra personal del personaje interpretado por Nathalie Poza (la mejor actriz española de su generación) la película hierve, siente y palpita. Quedémonos con eso y con las intenciones de un director con gusto para saber bien qué hacer pero sin la personalidad (aún) para averiguar cómo hacerlo.