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Nostalgia, ilusión, esperanza

La noche mágica en la que todos nos volvemos un poco más niños

Creo que a los de mi quinta nos suelen definir como "de mediana edad"; vamos, que no somos unos guajes, pero todavía vemos la vejez como algo lejano. Por eso no puedo coincidir aún con Benedetti en que "la infancia es un privilegio de la vejez". Pero sí estoy de acuerdo con la segunda parte de su frase: "No sé por qué la recuerdo actualmente con más claridad que nunca". Y más en estos días en los que una especie de redivivo espíritu revoltoso de ilusión y fantasía te remolina y sobrecoge. Porque, qué duda cabe, si hay una noche mágica en el calendario es la noche de Reyes. Creo que en ella, en mayor o menor medida, todos nos volvemos un poco más niños. Entreabrimos la puerta de la nostalgia y, si la cruzamos, vemos de nuevo la estrella que presidía el Pico el Paisano, donde establecía su campamento todo el séquito real. Nos vemos curioseando por las jugueterías ovetenses en busca del juguete que iba a encabezar la carta a Sus Majestades. Era visita obligada Navarro, Bazar Oviedo y la sección de juguetes que para esta fiesta abrían Al Pelayo, Simago, Botas, Lacazette o Giovi. ¿Y recuerdan las cabalgatas? Imágenes conservadas en blanco y negro, pero coloreadas por el mágico encanto de la ilusión desmedida, el nerviosismo y la grandeza de ese deslumbrante manto de ensoñación. Un manto que envuelve y preserva una inocencia fascinante y maravillosa. Que acoge, suavemente, al niño que fuimos y que, en algún lugar, dentro de nosotros, sigue viviendo, sigue esperando a que, como creía Graham Greene, abramos la puerta y dejemos entrar el futuro. Sea cuando sea.

Lejos de mí emular a ese entrañable personaje de Manuel Vázquez, el abuelo Cebolleta, cayendo en nostalgias estériles y simplonas; al contrario. Tal vez la mirada retrospectiva a ese universo sugestivo, viajar a las bulliciosas y coloridas calles de la cabalgata de los recuerdos, sirva para fomentar una pequeña reflexión: ¿Qué queda de aquella atrayente ilusión? ¿Sobrevive en nosotros algo del niño inquieto y curioso que se dejaba sorprender y fascinar? ¿Nos hemos convertido en los adultos que soñábamos ser?

Hay un niño sentado en el bordillo de la acera. Agitado y ansioso. Esperando ver la luz iridiscente de las carrozas reales enfilando la calle Uría. Sosteniendo en sus manos trémulas un puñado de multicolores serpentinas. Sus ojos, ávidos, recogen y reflejan el momento a la perfección. Y nos miran. Y le miro. ¡Soy yo! Y un escalofrío relampagueante me recorre. ¿Veo orgullo en esa mirada? ¿O tal vez, intuyo cierto desencanto y decepción? A mí no me puedo engañar. Si romper ese silencio impuesto por una distancia tan imposible como insalvable fuera factible, ¿qué le diría? ¿qué me diría? Sólo nos queda la mirada. Una mirada tan profunda como sincera. Penetrante y auténtica. De repente todo se torna en júbilo. Las voces y las miradas convergen en el mismo punto: el primer Rey Mago cruza por delante de nosotros. Cuando la carroza pasa, cuando amaina el ensordecedor griterío, el niño ha desaparecido. Sólo permanezco yo. Tan asombrado como excitado. Pero como si se tratase del mejor regalo percibo una honda y marcada convicción: aún hay esperanza. Todavía estamos a tiempo de, como anhelaba Joseph Heller, poder llegar a ser lo que quería ser de mayor: un niño.

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