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La nueva moralidad del odio

La intolerancia en los tiempos de pospandemia

Que nadie se llame a engaño, tenemos lo que nos merecemos. La dictadura es muy operativa, infantilizar al ciudadano hasta humillarle, debemos engañarle por su bien, porque con la verdad sería incapaz de sobrevivir. Este es el programa que hemos o han votado. Qué razón tenía Tocqueville: "Es más fácil para el mundo aceptar una simple mentira que una verdad compleja". Y a los nuevos progres les encanta esta zona de confort, gobernar con la llave de la amenaza confinada permanente, dictar eslóganes ideologizados cual si de dogmas salvadores se tratara, sin derecho a réplica, a discusión o a modificación, acata lo que te digo, porque si no lo haces tendré que usar mi frase mágica, el emblema de mi superioridad moral: "¡eso no te lo consiento? eres un fascista!" Vaya, que tolero aquello de lo que debería prescindir, pero no entiendo realmente lo que significa la diferencia, pues para ellos toda discrepancia no es más que una agresión. Atrincherados en la aparente impunidad que les brindan lo que ellos llaman sus bases o votantes, se erigen en caudillos de los más incautos, predican el fanatismo ideológico, la demonización del rival y la condena moral del contrario. Y en la inmediatez de su ira la inevitable deflagración de odio contra todo lo que se menea.

Sólo es tolerante el que pasa por el difícil aprendizaje de la libertad, he aquí la gran vacuna contra el odio como instrumento perfecto en la democracia pospandemia, donde las ideologías, como sucedía en "La Ola", se convierten en odio cuando la inteligencia humana ya no es capaz de iluminar el espacio común. Está claro que a los hombres no nos separan las ideas, sino los intereses, de clase, de partido, de cloaca, los oscuros entresijos del "sálvese quien pueda" que está en el catecismo de nuestros políticos y de sus aplaudidores profesionales de la demonización.

Seguro que muchos de nosotros hemos abandonado un grupo de Whatsapp o bloqueado a un tuitero, cansados de mensajes o de comentarios que incitaban directamente al odio y al linchamiento gratuito. O de páginas de Facebook que nos llevaban al desprecio más abyecto, a la humillación arbitraria, al frívolo deseo de venganza, de contemplar arruinada y reducida a pingajos a una persona, por el simple hecho de pensar diferente o salirse de los límites de su moralidad neo-burguesita.

Creo no decir una tontería cuando pienso que la mascarilla da rienda suelta al odio y la distancia social lo fortalece, y que no existe un tratamiento que lo frene, ni vacuna que nos inmunice frente a esta enfermedad tóxica y dañina. Todos estamos expuestos a la lapidación intolerante e injustificada, que dinamita los cimientos de la sociedad, corroyendo poco a poco a sus ciudadanos. El odio es la gangrena de la democracia, a la que vacía de solidaridad y tolerancia para convertirla en páramo desolado para la convivencia. El odio viaja dentro de un maletín de la destrucción más terrible, aunque solo los políticos más cretinos y miserables están dispuestos a activarlo con tal de ganar un puñado de votos.

Si no me equivoco, antes los fascistas iban pertrechados con correajes y uniformes oscuros, ahora van armados con delicadas objeciones, con el estandarte de una moralidad superior que les permite redefinir los límites de la tolerancia, porque en cualquier momento te podrán decir: ¡eso no te lo consiento!

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