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Historiador del turismo

El turismo de milagro

Covadonga fue la pieza básica en el intento de crear el primer producto turístico en Asturias

Un grupo excursionista del Ateneo Obrero de Gijón hacia 1932, en una imagen procedente del Muséu del Pueblu d'Asturies.

El primero de septiembre de 1932 la revista "Covadonga" abría con una comparación entre el santuario asturiano y el de Lourdes. Había diferencias. Nada tenían que enseñar allende los Pirineos de tradiciones, antigüedad ni hermosura. Aquí sobraba de todo eso, pero llegaban menos peregrinos. Muchos menos. ¿Por qué? Lourdes tenía "milagro". La única forma de adelantar al santuario francés consistía, precisamente, en tener más milagro que él. "Actos de sobrenaturalismo", decía, y para mayor precisión explicaba que: "Hay que rodear a Covadonga de ambiente religioso, sobrenatural, y entonces vivirá aquí el milagro y las muchedumbres acudirán fervorosas y Covadonga brillará en el mundo entero por su nombre y alcanzará la supremacía que no tiene".

Hasta entonces nadie se había atrevido a decir que a Covadonga le faltase milagro. Su tradición y su mito se asentaban, precisamente, en un milagro. Uno que vinculaba la fundación de Asturias a la de España como inicio de la reconquista cristiana contra el Islam. Pero el tiempo había pasado y era necesario sacarle brillo. Si el propósito era atraer muchedumbres, ese milagro, prestigioso y sin duda respetado, ya no era suficiente, al menos no lo era con las hechuras del relato tradicional. Había que ponerlo al día con las nuevas herramientas que el siglo XX empezaba a utilizar para estos menesteres, cercanas al naciente mundo del turismo. Un moderno vehículo capaz de mover a muchedumbres organizadas.

Éste era un terreno muy propicio para el santuario. Covadonga jugaba en él desde la prehistoria del turismo. Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando romanticismo y nacionalismo se aliaron en toda Europa para descubrir el excursionismo; el viaje para encontrarse con el alma y el paisaje de la patria. Covadonga era, precisamente, alma y patria. Ése era su milagro y fue su imán para atraer viajeros que, además, llegaban para recorrer un paisaje impresionante. Nada faltaba.

Esas montañas eran conocidas y admiradas hasta por las principales casas reales europeas, algunas habían hecho aquí sus correrías cinegéticas. Fue el caso de Rodolfo Francisco Carlos José de Habsburgo, príncipe heredero al trono de Austria y Hungría y único hijo varón del emperador Francisco José I y de la singular emperatriz Isabel, "Sisi". Rodolfo llegó a España en 1879, en una expedición fletada con toda clase de arreos y aparejos, entre ellos el vapor real "Miramar". Así, acompañado por un largo séquito de aristócratas y naturalistas, fondearon en Ribadesella para subir a las montañas en busca de buitres leonados y águilas reales que cobraron en los Picos de Europa. Una expedición novelesca que se unía a la leyenda del sitio.

Por todas estas razones, cuando el excursionismo empezó a cobrar fuerza y a extenderse socialmente, sus primeros teóricos españoles, con un núcleo muy activo en la madrileña Institución Libre de Enseñanza, incluyeron a Covadonga en un largo viaje con el que introdujeron el movimiento excursionista en Asturias. Fue en 1883. Francisco Giner y Manuel Cossío capitaneaban una expedición que, entre el 14 de julio y el 2 de octubre, recorrió la Sierra del Guadarrama, San Vicente de la Barquera, los Picos de Europa, Asturias, León, Galicia y Portugal. Entraron en tierras asturianas el 7 de agosto precisamente por Covadonga y, tras recorrer la montaña, bajaron a la costa hasta Gijón y Oviedo. Una cartografía de las posibilidades excursionistas que ofrecía Asturias.

Pronto la moda creció. Quienes tenían tiempo y dinero para hacer excursiones la aceptaron de buen grado y Covadonga se convirtió en el destino preferido de aquellos primeros viajes. Se hacían alquilando coches de caballos para grupos: landós, ómnibus, familiares, carretelas, vis a vis y cestas. Giras, populares o refinadas, que se anunciaban en folletos veraniegos. Partían de diversos lugares, pero tenían unos destinos comunes entre los que Covadonga era siempre el primero. Hablo de viajes como los que fletaban en 1897 Los Cazurros desde Villaviciosa, sólo salían si se cubrían, al menos, quince asientos. El Mayoral gijonés Máximo Sánchez, hacía lo mismo, pero a partir de ocho asientos.

En 1909 decía Miguel de Unamuno que debieran de fomentarse, por razones de patriotismo, las sociedades excursionistas o los clubes alpinos. Por esa senda subió el marqués de Villaviciosa, Pedro Pidal. Progresaron sus ideas con el doble sesgo del fomento turístico del excursionismo y la defensa del paisaje. Pidal, primero diputado conservador y desde 1914 senador vitalicio, había sido promotor de la ley de Parques Nacionales de 1916 e impulsó asimismo la declaración de las montañas de Covadonga como primer Parque Nacional de España el 22 de julio de 1918. En Europa sólo Suecia tenía algo parecido, una idea que el marqués había conocido en Estados Unidos visitando los parques de Yellowstone y Yosemite. Fue un acontecimiento capital para la historia del turismo en Asturias. Hacía realidad un producto que muchos llamaron la "Suiza española", pero una Suiza con mar.

En los años veinte las instituciones empezaron a tomarse en serio eso del turismo a la vez que el automóvil ya se avizoraba como el medio de transporte encargado de apuntalar su desarrollo futuro. Los autocares eran el recurso ideal para las excursiones, generalmente con capacidades entre diez y treinta pasajeros y, por lo tanto, con posibilidad de ajustar viajes para toda clase de clientela y para todo tipo de precio. Proliferaron las empresas como el Garaje Moderno o el de Manuel Menéndez "El Carbonero" de Gijón, el de Primitivo García en Villaviciosa, el Garaje Pedregal de Llanes, La Cordelera de Avilés y, por supuesto, Automóviles Luarca que, en 1929, rebajaba los precios de sus viajes a Covadonga hasta situarlos a 10 pesetas ida y vuelta; "sale el kilómetro a perra chica".

Las hazañas de los conductores de estos primeros autocares iban parejas a la leyenda de las montañas. En Llanes se cantaba una copla que, más o menos, decía así:

La cuesta de Covadonga

mi Dios ¿quién la subirá?

Los choferes tan valientes

como Pepín Pedregal.

Las empresas privadas no se arriesgaban aún a montar otras excursiones distintas a las de Covadonga, de rentabilidad asegurada, así que la Administración hubo de organizar otras de iniciativa pública. Una excursión normal, de un día y doscientos kilómetros, podía costar unas 13 pesetas. También comenzaron a proliferar las excursiones fuera de temporada veraniega. Por ello, aprovechando la alianza entre Covadonga y los deportes de nieve, el Patronato Nacional de Turismo organizaba, desde noviembre de 1931, excursiones de fin de semana. Salían los sábados a las cuatro de la tarde de Oviedo y Gijón, llegaban de anochecida al hostal Favila, para cenar y dormir, y aprovechaban el día siguiente en los Lagos, hasta las dos de la tarde, cuando, de nuevo en el hostal, se volvía a emprender viaje de regreso para llegar a las ocho o nueve de la noche. Total, 25 pesetas, todo incluido.

Para entonces el real sitio no dejaba de recibir viajes de parroquias y grupos vinculados a la Iglesia católica que cumplían con el ritual de visitar el lugar, como hacían toda clase de grupos culturales o deportivos como los Boy Scouts que, el mismo año de su creación en Asturias, 1913, ya aparecían retratados por el cinematógrafo en "La jura de la bandera de los Boy Scouts de Oviedo y Gijón en Covadonga".

Al llegar los años treinta muchas sociedades y hasta las tertulias de cafés y bares tenían un grupo excursionista. Y Covadonga seguía siendo el viaje obligado para unas 60.000 personas cada año. Incluso, en plena Guerra Civil, el Servicio Nacional de Turismo organizó la Ruta de Guerra del Norte de España para traer a turistas extranjeros a "comprobar personalmente la tranquilidad y el orden que reina en las regiones recién conquistadas". Eran excursiones en autocar desde el sur de Francia, hasta el cinturón de Bilbao y Asturias. El día 3 de julio de 1938 se abrían los hoteles Pelayo y Hostal Favila para acoger a los primeros turistas bélicos. Covadonga, otra vez.

Pasó la guerra, pero la capacidad de consumo de los españoles no se recuperó, como el turismo, hasta los años sesenta. Con ellos llegaron los utilitarios y en Covadonga un enorme problema para dar acomodo y aparcamiento a tanto peregrino, tanto romero y, sobre todo, tanto dominguero. Algunos habían realizado un esfuerzo tan colosal para comprar su coche que querían mostrárselo a la Santina. Lo llevaban a bendecir como quien lleva el exvoto de cera de una pierna rota para ofrecer a la Reina de las montañas. Era la posesión más preciada, casi milagrosa, que requería de una certificación de la misma naturaleza. Para esos menesteres la Virgen había desplazado a San Cristóbal, siendo icono destacado en pegatinas adheridas a lunas y parabrisas de una legión de Seat pulidos, brillantes y desarrollistas: "Yo conduzco, ella me guía".

La industria turística no se consolidó en Asturias por causas muy diversas, pero Covadonga fue una pieza indispensable para su inicio. Lo puso todo. Puede que, para ser Lourdes, le faltase "sobrenaturalismo", pero le sobró naturaleza y cuarenta leguas de costa a la vuelta de la esquina para inventarse una Suiza con mar. Gran milagro.

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