Los coqueteos de Isabel Coixet con la fabricona de Hollywood se hacen romance puro y duro con esta Elegy, donde la directora deja de tener el control absoluto sobre su película y se pliega a las exigencias más o menos flexibles de la productora, con resultados que, por un lado, significan una demostración de oficio e indudable dignidad a la hora de resolver un encargo no demasiado exigente en lo que se refiere a peajes comerciales, pero también un ejemplo de cómo la defensa a ultranza de un estilo perjudica y daña el resultado final. Coixet no renuncia a dejar claro en cada plano que ella es una autora, y una autora que medita muy mucho cada elección estética, olvidándose por el camino de que lo que sirve para un trabajo personal no funciona en un proyecto escrito por otro y que en muchas cosas se aleja de los intereses de la cineasta. Así, un guión reduccionista y a la postre tramposo (Philip Roth es todo lo contrario, y quedarse en la superficie de su novela es traicionarlo sin piedad) es servido por Coixet con una ceñuda y a ratos desesperante vocación de estilo que degenera en esteticismo vacuo por el que flotan diálogos en exceso rimbombantes y cargados de frases subrayadas en rojo.

Lo que salva a Elegy del socavón es el trabajo, como siempre, matizado y sagaz de un Ben Kingsley que realmente se cree su papel y lo hace extraordinariamente real. Creíble. No así una Penélope Cruz que se queda en las afueras de su personaje. Lo mejor, los diálogos entre Hopper y Kingsley, ahí Coixet desaparece y los deja hacer. En el resto se le ve demasiado el plumero.