Imitando a Woody Allen en la indecisión que espolvorea sobre Vicky Cristina Barcelona me quedo con dos títulos posibles para escribir sobre una película irrelevante donde lo mejor del cineasta se mezcla despreocupadamente con lo peor. Los hallazgos con los tropezones. La brillantez con la torpeza. Allen se mueve entre dos aguas tan distintas que unas veces se ahoga por falta de aire y otras sale a flote con un ímpetu encomiable. Como en esa mescolanza musical que hace chocar ritmos de retintín griego con los sones bulliciosos de Paco de Lucía, Woody (¿puedo tutearle?) construye, o destruye, una delirante trama de sainete que empieza mal y acaba fatal, pero con ingredientes por el medio lo bastante sabrosos para que el precocinado menú no se queme en el microondas. Porque no nos engañemos: Vicky Cristina Barcelona es una película escrita deprisa y corriendo con restos de proyectos arrinconados en el cajón del cineasta (no es la primera vez que lo hace, léase para comprobarlo el estupendo libro de conversaciones con él recién publicado en Lumen), lo que da lugar a un caótico dibujo de personajes, tan pronto interesantes y bien perfilados como, súbitamente, amorfos y vulgares: el caso de Scarlett Johansson es escandaloso, pasa del atractivo a la estulticia de la noche a la mañana.

El primer tercio de la película se dedica a pagar deudas. Deudas con Barcelona, en primer lugar, de donde salió la pasta a la que echar la salsa alleniana, y así asistimos a un inevitable (aunque tampoco machacón, todo sea dicho) desfile de postales de la Ciudad Condal, a lo que hay que sumar la curiosa (ejem, ejem) motivación de Vicky para vivir en Barcelona: estudiar identidad catalana. Imagino que esa línea de diálogo fue sugerida desde la Generalitat. Pero Woody también tiene una deuda de gratitud por lo bien que le tratan con Asturias, y más en concreto con Oviedo, donde tiene una estatua a la que los vándalos le quitan de golpe y porrazo su miopía cada dos por tres, así que, en una ocurrencia descacharrante por su descaro, Allen se inventa un viaje ¡en avioneta! a Oviedo, donde Bardem, que es pintor catalán en una parte del guión aunque en otra diga que nació en Asturias (el chico, además de saber pilotar avionetas, conducir descapotables horteras cual gigoló romano y de pintar con las manos como artista maldito que es, es asturcatalán), va al Prerrománico para inspirarse, llora con la guitarra española (todos sabemos que en Asturias hay conciertos con tal instrumento en cada esquina) y visita a su exótico padre, que tiene un moreno de Cádiz que tira pa'trás y vive en una casa impresionante aunque sólo escribe poemas que no publica porque así se venga de este horrible mundo que no ha aprendido a amar. Asturias sale muy bonita, gracias por la fotografía, Aguirresarobe, tómate lo que quieras.

A ver: si la película siguiera por estos derroteros se acercaría peligrosamente a los abismos de Scoop. Pero las irrupciones de algunos diálogos punzantes, la calidez del acecho al que somete a sus personajes en ciertos instantes (lejos del distante pudor que siempre ha lastrado a Allen hasta que se soltó el pelo con Match Point) y una paciente soltura a la hora de irse de un personaje a otro sin ataduras ni moldes asfixiantes (fruto tal vez de esa escritura atropellada del guión o de la contribución española a la hora de someterse a las improvisaciones) consigue que la película se apropie del encanto liviano y liberador de algunos cineastas europeos que supieron hablar de las cosas importantes de la vida sin levantar la voz, sin bajar la cabeza. Vicky Cristina Barcelona no tiene gags (salvo que se considere como tal las náuseas antierógenas de Scarlett en Oviedo), no busca la carcajada, ni siquiera la sonrisa. Y, sin embargo, es una comedia, o eso dicen por ahí. Pero lo importante de ella, y lo que la salva de caerse de bruces por las zancadillas de los peajes turísticos antes apuntados y de las incongruencias que embadurnan algunas situaciones, es su mirada melancólica y a la vez despiadada a las relaciones humanas, al amor y sus consecuencias, a las contradicciones que nos habitan y a las decisiones que nos deshabitan. Ahí, el personaje de Rebecca Hall (la mejor del reparto, dicho sea de paso) tiene una importancia decisiva, y es en sus carnes donde Allen concentra la duda, el miedo, el deseo y la rabia que acompaña a sus mejores personajes. Pero de los encuentros con Hall se pasa a los escarceos con Scarlett (joviales, lascivos, divertidos, triviales) y de ahí a la invasión en toda regla que protagoniza una Penélope Cruz italianizada (al igual que Bardem en algunos gestos de las manos) y muy fogosa. Vale, empieza otra película. ¿Mejora lo anterior? Por desgracia, no. El desenfadado trío propuesto por Allen aporta escenas a grito pelao entre Bardem y Cruz que tienen una gracia muy relativa, recargada de lugares comunes sobre los amores reñidos, pero eso no es lo peor: lo que importa, para mal, es que la llegada torrencial de Penélope arrolla la de Scarlett (hasta entonces tenía cierta entidad en el vaivén de su búsqueda siempre insatisfecha de amores verdaderos), Bardem pierde sus bazas para convertirse en un sparring de la actriz española y el personaje de Hall se desinfla. Al final, Woody parece darse cuenta de que sus tiros más certeros iban por ahí e intenta dar una vuelta de tuerca a la historia que tanto prometía al insinuarse en aquel «maldito fin de semana en Oviedo» pero el tiempo apremia y se saca de la manga un clímax a tiros que, siendo generosos, se puede calificar de poco afortunado. Y la película se difumina dejando la agridulce sensación de haber asistido a una faena de aliño en la que se pagan demasiados impuestos y se cometen demasiados errores, pero en la que fluye una corriente subterránea de tristeza turbia y amargura temperamental, donde se ahogan, como siempre en el cine del director con estatua, los peores acordes y los mejores desacuerdos del ser humano.