Pasaron cinco días sin noticias del matagigantes, así que le dieron por muerto. Volvieron a sembrar los campos, retornaron a la tristeza gris de las plegarias y rogaron a Dios que se apiadase de ellos. Por eso, cuando aquella mañana le vieron llegar, malherido y exhausto, caído sobre el caballo pero arrastrando la enorme cabeza ensangrentada de su víctima, celebraron la hazaña y dieron por enterrada la desdicha. En la algarabía apenas escucharon las palabras que el joven caballero susurraba en el delirio de su agonía: muerto el feroz gigante pastor, el rebaño de dragones quedaba libre, descontrolado y hambriento.