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Mágicas Montañas | 8

El Recuencu, simplemente precioso

El pico pongueto, accesible con esfuerzo, pero sin dificultad técnica, es una síntesis muy representativa de la belleza de un concejo, todo él Parque Natural, que lucha contra el despoblamiento

El Recuencu desde la majada de Caldes.

El Recuencu es un pico precioso. No figura entre los más altos de Asturias ni es de los más famosos o siquiera conocidos. Pero puede decirse de él sin exageración que es de los que más ofrece. Desde fuera, como sujeto del paisaje, tan llamativo y admirable en la lejanía como en la proximidad. Y desde dentro, por lo mucho que brinda su cumbre, cuya conquista no exige medios especiales ni conocimientos técnicos, aunque sí esfuerzo. De todo ello pudimos dar fe los integrantes del grupo que una mañana de agosto de 2008 salió de Barro y que estaba formado por Oscar Arias, Avelino Suárez y su hijo Paulo, Pedro Rodríguez Inciarte y Carmen de Andrés, su mujer, José Luis Martínez, Jorge Toraño, José Manuel Martínez y el arriba firmante. Varios de nosotros reconocimos que la idea de subir al Recuencu había surgido un año antes en la cima del Pierzu, desde donde nos había llamado la atención la admirable singularidad de su perfil, por más que pareciera inasequible a nuestra capacidad montañera. Saber que no era así, según los informes de buenos conocedores, nos dio el empujón definitivo.

Aproximacion a tientas

El día había amanecido muy lluvioso, pese a lo cual mantuvimos la salida. No nos arrepentiríamos, pues a lo largo de la mañana el tiempo no hizo sino mejorar, aunque poco a poco. Por ejemplo, cuando avanzábamos por la orilla del Sella hacia Ponga la silueta del Pierzu era apenas una mancha borrosa. Pasamos por San Juan de Beleño sin detenernos y tomamos la carretera que lleva a Puente Vidosa, pasando con Viegu, a donde no teníamos que llegar, pues al alcanzar su punto más alto, la Collada Llomena, deberíamos abandonarla para tomar, a la derecha, la ancha pista que conduce a Les Bedules, en donde dejaríamos los coches. Ya había allí varios aparcados. El cielo estaba gris y amagaba el orbayu, pero las nubes estaban altas y la visibilidad era buena. El Tiatordos era perfectamente visible e incluso el Cornión, aunque con algo de niebla sobrevolando las cimas de sus picos.

Eran las diez de la mañana cuando nos pusimos a caminar. Pronto tuvimos que tomar la primera decisión, al tener que elegir pista en la bifurcación que se presentaba ante nosotros. Optamos por la de la derecha, a pesar de que el acceso estaba cerrado con un cordel, una señal que, según interpretamos, no estaba dirigido a los montañeros. El camino, ancho al principio, se estrechó en seguida y, al meterse en un hayedo, comenzó a hacerse borroso, además de incómodo para avanzar. Desprendía, eso sí, la pura magia del bosque. Pero nosotros habíamos venido con otro objetivo y cada vez parecía más claro que nos habíamos equivocado al elegir la pista. Pensamos en retroceder hasta donde habíamos dejado los coches para tomar la buena. Y estábamos a punto de hacerlo cuando Pedro Rodríguez Inciarte, que se había desviado monte hacia arriba, logró llegar a un pequeño claro del bosque, por encima del cual se adivinaba una zona de paso. Le bastó avanzar un poco más para comprobar que se trataba de la pista que deseábamos encontrar. En el errático recorrido hasta llegar a ella habíamos empleado unos 45 minutos.

Hacia Caldes

La pista buena era ancha y con buen piso. Nos rodeaba el hayedo por cuyo interior habíamos venido hasta entonces. Y cuando éste hizo un hueco que permitía mirar a lo lejos apareció ante nosotros, todavía algo distante, la atractiva figura de un pico de perfil agudo y emplazamiento aislado. Se diría que la pradería que le rodeaba había escalado por sus laderas y que la Naturaleza le había encasquetado un sombrero de roca terminado en pico. Era sin duda el Recuencu y verlo frente a nosotros nos confirmaba que estábamos en el camino correcto. Seguimos, pues, por la pista, que volvió a entrar en una zona boscosa, que no nos permitía ver a lo lejos, por lo que, cuando apareció una desviación a la derecha, al optar por ella lo hicimos porque ya teníamos claro en qué dirección estaba nuestro objetivo, que no tardó en aparecer otra vez ante nosotros, ahora ya para quedarse. Y se encontraba, formando parte de él, en medio de un paraje maravilloso, pues no otro adjetivo merece la majada de Caldes. La denominación tal vez aluda a una fuente termal. Puede ser. Pero lo evidente del lugar, su belleza, no necesita especulaciones, pues salta a la vista. Estamos en una amplísima pradería, ligeramente inclinada, con el bosque en el entorno y rodeados de unas cumbres lo bastante cercanas para poder ser identificadas y, a la vez, lo suficientemente alejadas para desahogar la mirada. A la izquierda, en lo alto, se hallaba el Colláu Zorro. Luego, girando a la derecha, solitario y esbelto, tentador y a la vez intimidador, el Recuencu, nuestro objetivo. Siguiendo el giro irán apareciendo el Tiatordos, los Campigüeños, la Llambria, el Vízcares y el Pierzu. Y por una escotadura, a lo lejos, el mar. Lo dicho: qué precioso lugar.

Una ascension dura y segura

Caldes es la base del Recuencu. Y este, visto de cerca, es una inclinadísima pendiente herbosa coronada por una especie de gran cono calizo, en la base del cual hay una especie de torreta que parecía señalar un posible acceso. Hacia esa zona nos pusimos en marcha, ascendiendo por el inclinado plano que, lejos de dar tregua, parecía hacerse cada vez más pendiente. Una especie de camino, que trazaba un amplio zig-zag, se ofrecía como posible itinerario. Era dudoso que se tratara de un camino montañero y quizá lo hubieran abierto vacas como la que habíamos visto esa misma mañana —ratinas y casinas—, pero lo cierto es que nos resultó útil para avanzar, aunque no cómodo, pues no dejaba de ser pendiente. Más incómoda fue una zona de tierra pedregosa sobre la que la suela de las botas se afianzaba con dificultad. Agradecimos llegar a la zona de caliza, porque aunque la pendiente se hiciera todavía mayor, podíamos utilizar las manos para asegurarnos y mantener el equilibrio. Subíamos en hilera, relativamente agrupados. Pedro, que llevaba un altímetro, cantaba de vez en cuando la altitud, para reforzar la moral del grupo al constatar como ganábamos altura. Aunque la mejor referencia era la propia cima, pues el Recuencu, al ser puntiagudo, no la oculta, como hacen las montañas romas, y deja verla desde abajo. La ascensión se hizo dura, pero siempre con sensación de seguridad, pues no había pasos malos. Tardamos en completarla unos tres cuartos de hora.

La cima

La cima del Recuencu es, como corresponde al perfil del pico, más bien pequeña. Pero no es incómoda. Nuestro grupo, compuesto por nueve personas, pudo moverse por ella con un relativo desahogo. Está presidida por una cruz metálica, colocada por el Club Peña Santa, de Cangas de Onís, según indica una placa, en la que figura la altitud del pico: 1.648 metros, o sea, mil metros exactos menos que Torrecerredo. Otras mediciones sitúan la altitud del Recuencu en 1.642 metros, o sea, mil menos que el Llambrión. Esas referencias ilustres resultan adecuadas para esta cima realmente singular, que resiste la comparación con las mejores, pues la configuración aguda y la situación aislada la convierten en un espléndido mirador de la montaña pongueta. Si ésta es preciosa, el Recuencu está a su altura.

En visibilidad no teníamos el mejor día, sin ser, ni mucho menos, malo. No la había buena luz hacia el Sur. Hacia el Oeste la primera eminencia que aparece es el Maciédome , sobre cuya larga cresta cimera se había posado la niebla. También estaba cubierta la cumbre del Tiatordos, que habíamos visto por la mañana. En cambio, se divisaban otras cumbres del Cordal de Ponga, que separan este concejo del de Caso, como el Campigüeños o La Llambria. Hacia el Norte aparecía el Pierzu, siempre magnífico, y a su derecha, su hermano gemelo, el Carriá. Más allá, los montes de Amieva, Cangas de Onís, Onís y Cabrales, así como las sierras costeras, desde el Sueve al Cuera, con el mar señalando el horizonte. Realmente impresionante. La nubes tapaban el Cornión. En un plano más próximo veíamos el Collaú Zorro.

En la cima permanecimos una media hora, tiempo durante el que observamos todo lo que pudimos, hicimos fotos y comimos algo. Luego llegó el descenso, que, como siempre, hice con la precaución habitual. Como en la subida, José Manuel me hizo una inestimable compañía.

Al pasar por la majada de Caldes reparé en algo que se me había escapado durante el ascenso: había restos, ya informes, de varias cabañas. A la vista de su número se deduce que Caldes debió de ser en su día una importante majada, como correspondería a la gran extensión de sus pastizales y también, como no, a su belleza.

En el relato del pasado sábado la ascensión a Peña Santa de Enol se fechó por errata en 2013 cuando debió decir 2003.

Que Ponga viva

Las cumbres son una referencia, siempre atractiva, a menudo tentadora. Pero cuando se las conquista se convierten de inmediato en observatorio. Y entonces puede ocurrir que la belleza de lo que se abre a sus pies compite de forma tan cerrada con lo que se recorta contra el cielo que resulte difícil inclinarse por uno u otro. En pocos lugares eso se dará de forma tan intensa como en Ponga. Si su montaña en soberbia, sus valles no lo son menos. En las laderas predominan los árboles, con hayedos formidables en las que miran al Norte. El bosque de Peloño goza de justa fama, tanto por su extensión como por su belleza, que es además accesible, pues lo atraviesa una pista, fácil de caminar, uno de cuyos extremos está en Les Bedules. Pero no es el único. Por otra parte, las laderas acogen grandes praderías. Y los pliegues monumentales de la caliza, tan característicos de la montaña pongueta, añaden belleza al conjunto hasta un grado superlativo.

Por si fuera poco, en ese enorme lienzo, resplandeciente en sus mil matices, se engastan unos preciosos pueblos de tejados rojos, todos ellos muy agrupados, pues en Ponga no hay población dispersa ni diseminada. A los pies del Recuencu, y muy abajo, aparecen los dos barrios de Sobrefoz. Enfrente queda San Juan de Beleño, la capital, y más allá, Carangas. Bajo el Tiatordos se agrupa en caserío de Abiegos, a la derecha del cual y, al fondo, junto al murallón de La Llambria, se extiende, escalonado, Taranes, cuyo nombre, al hacer referencia a un dios celta, Taran, da idea de la antigüedad de su origen. Los pueblos ponguetos están a la altura de su entorno. La totalidad del territorio del concejo está incluído en el Parque Natural de Ponga, uno de los espacios protegidos de Asturias.

Pero el concejo se está quedando desierto, tal como llevan advirtiendo los demógrafos desde hace muchos años y confirman las estadísticas. Hace poco todavía podíamos leer en este periódico que Ponga es el concejo del Oriente de Asturias que más porcentaje dd población perdió en los últimos cien años: nada menos que un 83,73 por ciento, al pasar de 3.529 habitantes en 1920 a 574 en 2021. Actualmente es el concejo asturiano con menor densidad de población. Gritar que viva Ponga va más allá de mostrar admiración por esta bellísima zona de Asturias. Esa exclamación expresa, sobre todo, un deseo, el de que Ponga viva.

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