Tácito

José Villazón

José Villazón

-¿Te ayudo con las monedas?

Ese momento de elemental solidaridad en el mostrador de la farmacia, quién sabe por qué, me trajo recuerdos de otro tiempo. Tácito, en el último tramo de su existencia, era de la edad de mis desaparecidos padres. En un instante se me aparecieron imágenes de los años de su plenitud vital. Me vi en la escalera de la panera con mis hermanas haciendo sopas de flores en pequeñas potas desconchadas. Me vi en la carretilla empujada por mis hermanos en pantalones cortos. Vi la casa de mis abuelos con las puertas y ventanas abiertas, ventilando. Vi las golondrinas llevando alimento a sus crías que piaban en los nidos de barro. Recordé que mi padre me contó que había jugado al frontón pero no al fútbol. Que mi madre nos confesó que se avergonzaba en Santiago de la modestia de sus vestidos. Y, ahora veo la chispa que originó esta espiral sin sentido aparente, recordé que hicieron un viaje relámpago en el taxi de Tácito a Andalucía. Mi padre, entusiasta declarado de la vitamina J, relataba con fruición una y otra vez cómo le habían impresionado las docenas de jamones colgados del techo de Los Manueles en Granada.

-Sí, fíu, coge lo que quieras.

Ese momento de elemental solidaridad conectó afectos de vivos y muertos y alumbró fugazmente el misterio. La vida tejiendo y destejiendo. Ese misterio que Tácito y yo y todos quisiéramos que fuera misterio gozoso y no doloroso.