Chechu Rojo

José Villazón

José Villazón

Mi abuelo Manuel era campesino en una remota aldea de Galicia adonde no había llegado el fútbol. Le tocó hacer nuestra trágica Guerra Civil en el bando ganador, así que tras la contienda se incorporó como policía armada en Cartagena. Allí un compañero de la comisaría, conocedor de los dorados años 30 del Athletic de Bilbao, le contagió la devoción por esos colores, a la que se sumó con la fe de los que no necesitan ver para creer.

Ya jubilado el abuelo, gozamos en casa de su magisterio existencial, incluida la propina del bilbainismo. A mi hermano Pedro su entrenador en el Lealtad juvenil le gritaba, cariñoso y cómplice, “¡Chechu!” cada vez que se lo encontraba por la calle. Fallecido recientemente Pedro, encontré un cromo de Chechu Rojo en su mesita de noche, que ahora está en la mía.

Brindo por la pura ilusión, por no necesitar ver para creer, por las emociones que unen. Brindo por los años 30 del Athletic, por el abuelo, por mi hermano Pedro… y, ¿cómo no?, por Chechu Rojo. Aquel jugador que hacía soñar a los que le vieron en el estadio y a los que sólo podían imaginarle a través de las crónicas. Aquel elegante extremo izquierdo, diecisiete temporadas en San Mamés, que puso el amor al fútbol, a un club y a una ciudad por encima del amor al dinero.

Larga vida a Chechu Rojo.