«El dinero no huele», dijo, lapidario, el emperador de Roma. Erraba. En contra de su inodora y proverbial sentencia -en latín uno ya hablaba como tallando piedra-, el dinero siempre huele a algo. Las más de las veces, al sudor de quien lo gana y hace que circule; otras, al perfume exclusivo de los alquimistas y prestidigitadores que lo micronizan o lo abstraen para mejor especular con él; a menudo arrastra un insufrible hedor que remite hacia las letrinas de la miseria humana, y absolutamente siempre esconde en el relieve de sus efigies de metal o en el papel moneda el tufo de todo tipo de bacterias en descomposición, recaudadas como un IVA orgánico de las manos que lo han resobado. Y hay veces en las que ya se sabe a qué va a oler antes de ser visto o incluso acuñado. Por ejemplo, parece confirmado por la autoridad competente que si algún día llegase un buque cargado de dineros adicionales europeos para rellenar los abismos del Gran Musel, olerá de antemano a toda la porquería que pueda vomitar la bodega de los buques que circulen no muy lejos de estas costas.