Ana María García Delgado era una muchacha que intentaba salir adelante en la España de posguerra en su Málaga natal. Quiso el destino que se enamorara de un muchacho de Granada, proyecto de administrativo. El amor y la empresa de unos tíos le trasladaron a la ciudad de la Alhambra, «La más bonita del mundo», según ella misma afirma. «Donde siempre hacía sol», añade. Un buen día, a su marido, administrativo de la empresa «Entrecanales», le anunciaron que le trasladaban a Avilés. Avilés: una utopía para el matrimonio andaluz. «Yo, ni me la imaginaba. De Asturias sólo conocía el "Asturias, patria querida"», afirma Ana María Delgado. El norte: todo un misterio insondable para los recién casados.

Una tarde de otoño, Ana María y su marido se montaron en un tren en Granada. Comenzaba a hacer fresco, pero el sol era radiante. Tres días más tarde llegaban a Avilés: «Una ciudad sucia, pequeña y en la que, además, estaba lloviendo», según la recuerda García Delgado. Ana María no pudo reprimir su primera sensación: «Me puse a llorar para solidarizarme con el tiempo».

Las carnes morenas de la andaluza se tornaron nacarinas en Avilés. «Entrecanales» alojó a los recién llegados en La Maruca. Corría el año 1956, el mismo en el que se inauguró el poblado viejo de La Carriona, la primera fase de la construcción de un barrio que nacía con voluntad de acoger a la tromba de inmigrantes que buscaban una nueva vida al abrigo de Ensidesa. La Carriona nacía estigmatizada. La sombra del cementerio, en cuyo derredor se erigió el poblado, era demasiado alargada. Las autoridades ni siquiera querían oír hablar del barrio: les bastaba con que sus nuevos vecinos sobrevivieran sin meter mucho ruido.

María Teresa Illobre Suárez había nacido en Miranda, pero la construcción de la primera fase de La Carriona le engatusó, al igual que a su marido. Una oportunidad para empezar una nueva vida. De hecho, el matrimonio fue uno de los primeros en asentarse en La Carriona vieja. Sin embargo, el sueño dorado pronto comenzó a desvanecerse. Los nuevos inquilinos del poblado tardaron semanas en percatarse de que, a pesar de su cercanía con el centro de la ciudad, La Carriona estaba demasiado lejos de Avilés. El barrio era no más que un punto negro en una ciudad floreciente. Pero el colmo de los colmos llegó como una bofetada inesperada: las viviendas, construidas por el Estado, carecían de agua corriente. El «tercer mundo» estaba en Avilés y se llamaba La Carriona.

Los vecinos comenzaron a presionar al Ayuntamiento franquista de Avilés. No podían concebir que en los albores de la década de 1960 unos 5.000 vecinos careciesen de agua en sus domicilios. «El Alcalde nos dijo que nos conformáramos con lo que había, que en nuestras casas nunca iba a haber agua», recuerda María Teresa Illobre. La incomprensión inicial dio paso pronto a la cruda e indignante realidad: los vecinos se enteraron de que el Ayuntamiento recibía una subvención del Gobierno central para abonar el gasto de agua, pero el dinero -sospechaban- se quedaba en el bolsillo de algún mandamás. Nunca pudieron demostrarlo, pero aquel atisbo de corrupción enardeció aún más los ánimos de los vecinos de La Carriona. Más bien, de las vecinas...

Las mujeres eran las que más sufrían la falta de agua corriente en los domicilios. Ellas eran los motores de la familia. Los hombres, en aquellos tiempos de penurias, partían al trabajo por la mañana y volvían al anochecer. La primera decisión de las vecinas de La Carriona fue adecentar el triste plato de ducha de granito con el que los constructores habían dotado cada cuarto de baño. «Lo que hicimos fue construir un pilón de ladrillos para que aquello pareciera una ducha. El agua la teníamos que ir a buscar al río», señala Teresa Illobre. La higiene personal no era la única que sufría: también las labores de lavado de ropa. Las vecinas se veían obligadas a trasladarse, como lavanderas medievales, a regatos de Buenavista o El Pelame.

La situación se alivió un tanto con la decisión municipal de dotar a los domicilios de La Carriona con dos horas al día de abastecimiento de agua corriente. Con constituir una mejoría, aquello era insuficiente para hogares en los que, de media, vivían seis personas en pleno «baby boom» avilesino. «Estábamos impotentes. Veíamos que la instalación estaba hecha, que había tuberías y conductos pero el agua no llegaba a las casas. Sólo teníamos dos horas por la mañana y había que arreglarse para bañarse y hacer nuestras necesidades», recuerda Ana María García. La situación no podía seguir así.

La indignación comenzó a propagarse como la gripe. Las mujeres de La Carriona comenzaron a conspirar en silencio: mientras lavaban, mientras hacían la compra, mientras llevaban a sus hijos al colegio, sin que las autoridades se enteraran, amasaban una rebelión popular. La revolución estalló en la primavera de 1965. Decenas de mujeres, a las que se sumó el párroco del barrio, Santos Sánchez, partieron de las inmediaciones del cementerio en una ruidosa comitiva: todas ellas portaban un cubo y una cacerola que azotaban sin piedad.

La manifestación, que pilló de improviso a los vecinos de Avilés, llegó en medio de aplausos y vítores, al Parche. Allí, ni cortas ni perezosas, las vecinas de La Carriona comenzaron a llenar sus cubos con el agua de la desaparecida fuente que se erigía en el medio de la plaza. Aquello no era una mera reivindicación: era un grupo de mujeres, con las connotaciones que ello implicaba en aquellos tiempos, que desafiaba a la férrea autoridad franquista. «Éramos conscientes de que hasta nos podían meter presas por aquello, pero más conscientes éramos de que queríamos llevar a nuestros hijos limpios al colegio», señala Teresa Illobre. El revuelo, la machacona melodía de la cacerolada y los gritos de las mujeres indignaron al Alcalde, nuevo en la plaza, que salió hecho un basilisco del Ayuntamiento. «Nos echó una bronca de aúpa, pero también nos escuchó y, al final, lo convencimos», recuerda Ana María García. El coraje de aquellas mujeres permitió que, días más tarde, el gobierno local abasteciera de agua corriente a 5.000 personas: las mismas que habitaban La Carriona.

Rosalía Muñoz, hija de Ana María García, recuerda aquel momento con una sensación especial. Rosalía tenía diez años y, aunque no era consciente del logro de sus vecinas, entre ellas su madre, sí tuvo la sensación de que algo había cambiado en La Carriona. «Teníamos muy mala imagen, pero con aquella protesta se demostró que éramos un barrio humilde pero guerrero», señala Rosalía Muñoz.

Ahora, las artífices de aquella rebelión popular esperan que el Ayuntamiento arregle su barrio. «Que sepan que si no cogemos otra vez las cacerolas», avisan.