Una de las características de la corrupción política, comercial, financiera, judicial y mediática que padecemos es, en su esencia, caótica. No se guardan las mínimas formas y el panorama parece el de un coto de caza abandonado en el que irrumpiera una banda de cazadores novatos, bien armados y con irresistibles deseos de disparar. No digo que no caminemos en esa dirección, pero falta mucho para llegar a los mejores tiempos de la mordida mejicana, por ejemplo, donde la injusta imposición de una multa de tráfico se repartía, desde el guardia hasta el ministro e incluso el presidente de la República. Aquí se roba sin orden ni concierto, a nivel municipal, ministerial e incluso judicial y universitario, pero el botín no está equitativa y jerárquicamente distribuido, lo que genera resentimientos y discordancias.

El saqueo del erario público es tan antiguo como la primera organización humana. Reyes y emperadores, con el pretexto de aumentar los confines de sus posesiones, embozaban el propósito fraudulento en guerras y lo mismo daba que fueran ofensivas que en defensa de la patria. Los validos, los prestamistas, los aventureros iban tejiendo el tapiz de la Historia con sus depredaciones, quedándose, siempre que podían, con la mayor cuota para su provecho. Pero, ¡qué diablos! tenían la mínima decencia de armar los bochinches bajo respetables banderas y propósitos santificados. Vespasiano, el emperador corto de parné, inventó una tasa sobre la orina y cuando su hijo Tito le vino con remilgos por la procedencia le puso una moneda debajo de la nariz y le dijo «¿Huele? Pues eso».

Los latrocinios desde el poder, cualquiera que sea, suelen ser fugaces, aunque, si se hace en grandes cantidades y con sentido económico, pueden durar, generalizado que quienes se enriquecen a su sombra nunca devuelven lo defraudado. Ya les pueden caer condena y anatema, que la pasta no aparece. Hace pocos días hemos visto en la tele al ínclito Roldán, ex director de la Guardia Civil a quien se le imputa haber birlado alrededor de diez millones de euros, de lo que asegura no saber nada. Cuando editaba el semanario «Sábado Gráfico» uno de los asuntos que intentamos levantar era el de los negocios del falso guardia, la construcción ficticia de cuarteles de la Guardia Civil, la sospecha sobre los fondos del colegio de Huérfanos y el supuestamente corrompido mundo que rodeaba al temible sujeto, que resultó un embustero y un improvisado salteador. Tropezamos con una muralla de silencio. Además de lo publicado en las páginas de aquella revista, intentamos recabar mejor información, con la cándida idea de realizar un servicio público. Ofrecíamos datos, situaciones, localizamos algunos puntos neurálgicos, pero encontramos un infranqueable parapeto. La corrupción llegó a la mayoría de edad y pasaron meses antes de que el escándalo estallara.

De otra parte, conocí a Francisco Paesa, con ocasión de un plan -que entonces tuve por inteligente- de prolongar y afirmar la influencia de España en las posesiones de Guinea, operación encabezada por el notario Antonio García Trevijano, hombre inteligente y con visión de futuro. Se trataba de crear, entre otras cosas que no me concernían, un fuerte grupo editorial, para publicar libros y cualquier tipo de impresos, de cara a la América Latina. La isla de Santa Isabel sería como un portaaviones en medio del Atlántico, con franquicias suficientes para publicar libros, de cualquier clase y en cualquier idioma a un precio imbatible. Era una de las facetas, para las que alguien había dado mi nombre, en el aspecto puramente técnico de la impresión, algo de lo que tenía algunas nociones. Trevijano manejaba a Macías, el escogido presidente guineano y tenía otros objetivos políticos. Lo importante era, como hicieron Francia, Reino Unido y otras potencias, mantener lazos fuertes con las antiguas colonias, en este caso, unidas por el idioma, que era el nuestro.

El empeño de los políticos de la Transición iba por otros caminos, el más común, la conquista del poder inmediato y estos planes a largo plazo no interesaban ni los entendían aquellos codiciosos enfervorizados. El grupo, con otras personas cuyo nombre ahora no recuerdo, teníamos que tomar el avión nocturno a Fernando Poo y con la breve maleta preparada, avisó dos horas antes la Policía de que no había tal vuelo y que no nos permitirían el embarque.

Uno de los personajillos merodeantes era, precisamente, Francisco Paesa, cuyo cometido no parecía superar el de correveidile o muchacho de los recados. No era hombre de luces ni brillos, y siempre me sorprendió el papel estelar que le atribuyen en este oscuro cásting, como agente secreto de plantilla y portavoz o representante del ministerio de la Gobernación, de Interior o como se llamase. Era un frescales que supongo aprovechó la ocasión para embolsarse unas comisiones, pero jamás podría imaginarle como cerebro de una operación de alta política colonial. La Transición se evaluará desde la perspectiva histórica, como una chapuza, un pasteleo, donde hubo buena intención, pero sin asomo de las consecuencias futuras. Aquí tenemos el bodrio de las autonomías que sangra el enteco jugo del país, la deslucida o inexistente política de compromisos exteriores y la peste supurante de la corrupción, que envilece a todos los partidos y ha creado una costra de cínica conformidad para que miles de gandules vivan del presupuesto.

Del fraude de Roldán, nada de nada; ni del de Matas y tanta otra gente empedernida en el saqueo. El lema: «Coge el dinero y guárdalo en sitio seguro». Lo encontrarás al salir de la cárcel, si llegan a trincarte. De la lección de historia queda el latiguillo: «Y, al Oeste, Portugal».

eugeniosuarez@terra.es