Plinio el Viejo, que fue procurador romano en la Hispania del siglo I, se lamentaba de la violencia de las tribus ibéricas que, cuando no se peleaban con enemigos extraños, guerreaban entre sí y machacaban a la gente. Tal parece que los genes se han mantenido y prevalecen sobre los que aportaron visigodos, judíos y árabes, algo menos aficionados a degollarse mutuamente.

Una larga historia confirma esa maligna inclinación a patear al vecino, al de otro clan o tribu, sea ideológica o territorial. Lo recuerda Arturo Pérez-Reverte en sus divertidos y ácidos artículos semanales sobre la historia patria.

Ni siquiera cuando se impone un consenso generalizado dura mucho la convivencia. La España musulmana se hundió por los reinos de taifas y, en lugar de aprender del fracaso, los demonios familiares de clanes y tribus ibéricas vuelven, de forma periódica, a renacer. A veces con virulencia maldita capaz de originar todos los enfrentamientos de los siglos XIX y XX. Ahora cuando suponíamos tener una estabilidad producto de una arquitectura política consensuada, irrumpen acciones de mayor confrontación tribal.

Parece que hemos entrado en una fase de locura política generalizada. Se niega lo conseguido. Se renuncia a corregir los errores detectados. Se abomina de la mitad de la ciudadanía. Se discriminan derechos. Se propone como modelo a Kosovo y la balcanización. Se fomenta la lucha de clases. Se convierte a los partidos y a los políticos, pagados por todos los ciudadanos, en oráculos de los dioses y dueños de vidas y haciendas.

Un ejemplo: el PSOE e IU de Andalucía rechazan las actuales leyes de Amnistía, 1979 y 2007, y en octubre propondrán en el Parlamento andaluz la «ley de Memoria Democrática contra caciques, terratenientes y aristócratas, desde 1936 hasta la Transición». Locura de políticos incapaces de resolver los verdaderos problemas de la sociedad civil.

Se ha dicho y redicho: la débil democracia española está parasitada por una partitocracia que ha invadido todos los aspectos de la sociedad: medios de comunicación, asociaciones de vecinos, colegios profesionales, sindicatos, cajas de ahorros, órganos judiciales, federaciones deportivas, etcétera, las más diversas manifestaciones de la sociedad están confundidas con los tentáculos de los partidos, convertidos en los amos de la democracia.

Los caciques de la partitocracia, con tal de permanecer, están adoptando estrategias y modos inadmisibles. Una nueva muestra será la anunciada Diada en Barcelona, dividiendo a un pueblo.

Hay ya suficientes datos objetivos para pensar que el país se enfrenta a la peor generación de políticos de los años recientes, por lo que es urgente que se imponga una sociedad civil viva, sin miedo a las represalias, sin cordones sanitarios, sin dependencia de subvenciones y empleos, que exija a los partidos su completa renovación, financiación propia, mejores niveles de preparación, más excelencias y menos mediocridad generalizada.

Una sociedad no reprimida por la partitocracia sería el mejor remedio ante tanta locura política.