Tenía alrededor de los 20 años cuando leía voraz y frenéticamente, pero también me gustaba la música, casi de forma enfermiza. Ambas aficiones fueron durante mucho tiempo irrenunciables e inseparables. Esto suponía que la lectura llevaba incorporada todo un ritual previo de preparativos musicales, y así, dependiendo siempre del libro que tuviera en las manos, preparaba varios, por entonces, vinilos para que acompañaran suavemente mis momentos de centrado sosiego. De esta forma, aun habiendo pasado muchos años, hoy escucho «Hurricane», de Bob Dylan, y recuerdo las trepanaciones de Sinhué el Egipcio; repaso las canciones del malogrado y excepcional Nino Bravo y navego por el Mississippi en «Mientras la ciudad duerme», de Frank Yerby, y disfruto con la banda sonora de «Juan Salvador Gaviota» para sumergirme en la novela del mismo título o en «Ilusiones», ambas de Richard Bach. Y así, cada novela, cada libro que leí, tuvo inevitablemente asociadas ciertas canciones que, al ser oídas en el presente, rememoran aquellas lecturas de mi juventud. Siempre me fascinó la literatura musical.

Algo parecido me ocurre cuando escribo. Dado que cada tema, o cada columna, tiene siempre una justificación personal, sentimental o del tipo que sea, el estado de ánimo tiene cierto paralelismo con ese hecho que se está narrando. Y así, hay ocasiones, no todas, en que se me viene a la memoria cierta canción que encaja como un guante con lo que estás contando. Este lunes pasado el tiempo se paró durante quince minutos en el entorno de la plaza de España de Sama. Más de medio centenar de personas guardó, durante ese tiempo, un escrupuloso silencio en memoria de Patricia Fernández Guzmán y en apoyo de sus padres y hermano, allí presentes. Tan sólo se oyó el trino de las golondrinas. Y llovía suavemente: «¿Sabrías mi nombre / si te viera en el cielo? / ¿Sería lo mismo /si te viera en el cielo? / Debo ser fuerte y seguir adelante / porque sé que mi lugar no está aquí / en el cielo...».

Patricia estuvo allí presente entre todos. Y todos estaban allí pensando en Patricia, y con su familia: «¿Cogerías mi mano si / te viera en el cielo? / ¿Me ayudarías a resistir / si te viera en el cielo? Encontraré mi camino a través de la noche y el día / porque sé que no puedo estar aquí / en el cielo...». Y no fue necesario ningún mensaje, ninguna lectura, porque el silencio fue más expresivo que las emotivas palabras que nadie pudiera pronunciar: «El tiempo puede abatirte, / el tiempo puede doblar tus rodillas, / el tiempo puede romper tu corazón, / hacerte suplicar ¡por favor!». Y cuando la campana señaló las ocho y cuarto, algunos se movieron de la puerta principal, pero la inmensa mayoría de los que allí estaban permaneció quieta y callada, prolongando algunos minutos más el sentido y profundo homenaje a la niña: «Mas allá de la puerta hay paz, / estoy seguro, / y sé que allí no habrá más lágrimas/ en el cielo...».

Y poco a poco, la gente fue marchándose del lugar, casi también en silencio. He oído el mismo comentario en dos ocasiones y en grupos distintos: «No podemos hacer otra cosa, pero al menos estamos aquí». Efectivamente, estuvimos allí, y solamente hemos podido manifestar nuestro dolor y nuestra solidaridad con la familia de la niña inocente, mártir de un destino inescrutable.

No hubo nada que pudiera ser dicho, y nada se dijo. Sólo hablaron los corazones, más de quinientos corazones juntos, con un solo latido. Yo lo oí, y en mi mente se reproducía la canción que he dejado repartida en este texto. El cantautor inglés Eric Clapton escribió «Tears in heaven» en 1992 en homenaje a su hijo, de 4 años, muerto al caerse desde lo alto de un rascacielos en la ciudad de Nueva York. Es un lamento sentido dentro del alma. Ha pasado casi un mes, y siempre que escucho esta melodía recuerdo a Patricia. Y pienso en sus padres.

«¿Sabrías mi nombre si te viera en el cielo?. ¿Sería lo mismo si te viera en el cielo?. Debo ser fuerte y seguir adelante, porque sé que mi lugar no está aquí, en el cielo...».