Langreo,

Miguel Á. GUTIÉRREZ

Estadio Camp Nou. Miles de aficionados del Sevilla saltan de alegría cuando Mejuto González pita el final del partido y certifica el triunfo del equipo andaluz en la final de la Copa del Rey. En medio de la algarabía de la celebración sevillista, se cuelan por el televisor, en segundo plano, imágenes de un colegiado que a duras penas retiene las lágrimas mientras recibe emocionado los abrazos de colegas y futbolistas. El último pitido de Mejuto en Barcelona el pasado miércoles puso fin a una carrera de quince años en la elite del arbitraje español que se salda con el récord de encuentros pitados en Primera División, 262, y el récord de partidos internacionales, 111. También cierra una trayectoria intensa forjada en campos de tierra, interminables viajes y cientos de horas de duros entrenamientos corriendo por la pista de Los Llerones.

Y es que hubo una época en la que Manuel Enrique Mejuto González -ese árbitro que cuando se enfada en el campo lanza una mirada acerada que remite a Clint Eastwood- fue simplemente «Quiquín». El colegiado langreano nació en abril de 1965 y se crió en una casa del Molín de Arriba, en el barrio de El Puente, a donde sus padres habían llegado desde Galicia en busca de mejores horizontes laborales. El padre de Mejuto, Manuel, trabajó en la mina y la siderurgia, y falleció cuando el pequeño Quique apenas tenía unos meses. Su madre, Concepción, fue la encargada desde entonces de sacar adelante a la familia. «Era modista y cosió como una loca para que mi hermana Conchi y yo tuviéramos una formación y no nos faltara de nada», recuerda Mejuto.

La casa de El Puente también se convirtió en refugio de parientes llegados de Galicia que vivían un tiempo con la familia antes de establecerse por su cuenta. Mejuto estudió Primaria en el Colegio Gervasio Ramos de Sama y fue allí donde tuvo su primer contacto con el arbitraje, con doce años. Enrique Blanco, profesor de Educación Física, organizó un torneo escolar de fútbol sala que, para que no faltase de nada, incluyó un cursillo acelerado para árbitros. Mejuto, que quería jugar de futbolista organizador -«siempre me gustó que me la pasaran para devolverla»- se vio de pronto con el silbato al cuello. «Enrique me llevó a arbitrar casi obligado, bueno, sin el casi», bromea Mejuto. Ya en el instituto siguió pitando, en ocasiones a compañeros mucho mayores. «Yo estaba en primero de BUP y arbitraba a chavales de COU que intentaban intimidarte. Había más presión que en un Barça-Madrid».

La experiencia podía haberse quedado ahí, pero Mejuto parecía predestinado a ser árbitro. En el piso superior de su casa en el barrio de El Puente vivía José Ramón Gutiérrez, que era colegiado y que con el tiempo acabaría pitando en Primera División y presidiendo el comité de árbitros de Asturias.

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