Los enviados especiales al solemne acto de entrega de la medalla de oro de Mieres al SOMA aún están intentando recuperarse del trauma.

El asunto pintaba interesante desde un principio, pues, conscientes del paupérrimo estado de las arcas municipales, corría el rumor de que el áureo galardón había sido sufragado a través de una cuestación entre el colectivo de concejales que tan unánimemente acordó la distinción al sindicato minero. Al parecer, finalmente no fue así, y el desembolso que tuvo que hacer el Ayuntamiento puede que haya sido la causa de la demora en el abono de la paga extra a la plantilla.

Pero resulta que de la hora y media que duró el acto en sí, una hora se consumió en el discurso de Villa. Una hora de reloj. Compadezco a todos aquellos que no puedan escaquearse de suplicios como éste. Si una homilía de diez minutos en la que el cura nos recomienda ser buenos ya me provoca una inquietud tremenda, no quiero ni pensar lo que tiene que ser sesenta minutos de Villa dale que te pego.

Testigos presenciales comentan que la salida del acto se parecía a un desfile de zombis recién levantados de la sepultura. Seres desorientados, ajenos, con la mirada perdida, como quien ha sido víctima de un sartenazo en la cocorota y deambula descontrolado sin saber si va o si viene. Pobre gente. ¡Y pensar que los hay que, por razón del cargo o de las aspiraciones de cargo, llevan una pila de años aguantando estos tostones sin rechistar! Esos sí que se merecen una y mil medallas. Valientes.

Y eso que, según me cuentan algunos estudiosos del villismo, una hora de rollo macabeo no es nada, una minucia, que ya ha habido discursos mucho más largos, en imitación del gran Fidel Castro. Y uno de ellos añadió: ¿Por qué te crees tú que Villa siempre se sale con la suya? Pues por agotamiento del contrincante. Y por eso a nadie se le ocurre disputarle el cargo. Para cuando te toque el turno de palabra, ya te ha dejado grogui. Sólo le aguantó Areces, que también, cuando se pone a hablar, agárrate que vienen curvas.