Con cierto humor, tenía un compañero de trabajo que, cuando yo contaba un suceso determinado, al final siempre me decía: «Lo que no te ocurre a ti, le ocurre a tu hermano». Al margen de la amistad que unía a nuestras familias, él y mi hermano habían hecho juntos un campamento en Monte la Reina allá por los años 50. Bueno, así que una historieta más fluye irremediablemente en mi vida y la misma se produce a partir de un escrito impreso y sin firmar, donde se me amenaza con la obligatoriedad de instalar en mí casa un ICP, que es algo así como un «Interruptor de control de potencia», que traducido al lenguaje más vulgar de la calle, se trata de un simple limitador. Vamos, que limita el paso de la corriente eléctrica cuya potencia tengo contratada. ¿A qué ya lo van entendiendo? No lo tomen a coña, porque yo siempre conocí dicho interruptor o, si quieren, llamémosle «ese cacharrín que baja el solo cuando está la lavadora y el lavavajillas funcionando a la vez». Pero eso tan poco claro y con un nombre tan largo como «Interruptor?»: léanlo completo más arriba.

La cosa es que, en una especie de díptico, la compañía que me suministra la corriente en casa se dirige a mi persona, de mano amenazándome -siempre me enseñaron que la forma de comenzar una carta era con fórmulas suaves, porque si uno es agresivo al inicio, mal asunto, el destinatario es capaz de no seguir leyéndola: pues estos no, ¡hala!, a lo bestia-. Me citan el artículo 10 del Real Decreto 1454/2005 y que si no instalo por la vía rápida susodicho «cacharrín», me citan la normativa vigente en virtud de lo dispuesto en la Disposición («disponen» por duplicado, je, je) Adicional Segunda de la Orden ITC 1559/2010. ¿De verdad usted está entendiendo todo lo que yo les transcribo? No se rían, pero esto parece el juego de la oca y verán: yo entro a vivir en esta casa en el año 1992; el R.D. 1454 surge trece años después, es decir, en 2005; la posible sanción queda reflejada en 2010; y el escrito de la compañía eléctrica con la instalación definitiva de repetido «cacharrín» es del 14 de febrero de 2012. Como ustedes pueden ver y si alguno quiere comprobar, aquí conservo el escrito en el que me amenaza. ¿Qué aquí se acabó la historia? Pues no, porque los antecedentes nos dicen otra cosa bastante más genial. ¿Se la cuento? No les voy a dejar a medias.

Les dije que entré a vivir en esta su casa en agosto de 1992. Ya modernizados y mecanizados todos, la contratación fue de rápida solución -pareado- y conocedor un servidor de ustedes que era imprescindible el instalar el que ahora llamo cacharrín y años antes limitador, en vista que tenía su agujero rectangular sin rellenar, llamé a la oficina correspondiente y la conversación se desarrolló, más o menos, de la siguiente forma: «Buenos días. Hace unos días les devolví el contrato firmado, a la espera de que ustedes pasen por aquí para ponerme el limitador». Un silencio que duró dos segundos, y entonces dijo el «situado» al otro lado del cable telefónico: «¿Y para qué quiere usted el limitador? ¿Tiene algún problema en que le quede sin poner?». Reacción mía casi inmediata, dada la facilidad del posible entendido: «Pues no. Si usted dice que no es necesario, que de acuerdo, que muchas gracias y buenos días». Las cosas como son: hace veinte años eran todo facilidades, buenas palabras, entendimientos? Y ahora, ríase usted de cómo le sacuden incluso por escrito dos decretos y le dejan temblando. ¡Aquí vamos a peor, se lo digo yo!. Pero el flamante ICP ya está instalado.