La Orden Pasionista fue fundada en 1741 por San Pablo de la Cruz y abrió su primer convento en España, en Deusto, en 1880. Diez años más tarde sus miembros se acercaron a Asturias pensando en abrir un convento en el corazón de la cuenca minera, contando con el apoyo de los marqueses de Camposagrado, quienes les proporcionaron un alojamiento provisional mientras duraron las obras de lo que iba ser su residencia definitiva, y del arzobispo de Oviedo, que les permitió administrar de la capilla del Carmen en la Villa, hasta que pudieron tener su propio templo.

El 23 de mayo de 1909, la comunidad ya pudo ocupar solemnemente el nuevo edificio y después de superar un obstáculo administrativo inesperado, cuando alguien cayó en la cuenta de que la comunidad estaba en la ilegalidad ya que no se había inscrito en el Registro Civil, por fin el 11 de noviembre de 1910 inauguró su iglesia en Mieres.

Alguna vez he escrito que las diferentes congregaciones religiosas que se establecieron en esos años en la Montaña Central lo hicieron con la mentalidad misionera de quienes llegaban a un territorio en el que la tradición monástica era inexistente y el ateismo estaba tan asentado como las ideas marxistas que ilusionaban a una mayoría de sus habitantes, mineros y metalúrgicos, que en muchos casos habían llegado desde otras regiones.

Así no es de extrañar que la construcción pasionista estuviese pensada como una fortaleza, de manera que según las palabras de uno de sus cronistas «tan sólidos y unidos quedaron los muros que toda la enorme cantidad de furia marxista, represada por espacio de veintisiete años -y debe ser mucha- no pudo, hay que decirlo muy alto, con cajas y más cajas de dinamita en la noche del cinco de octubre pasado, derribar la más mínima parte de aquellos muros sagrados».

La cita es textual y procede de un libro publicado en 1935 por los propios religiosos desde la editorial de «El Pasionario», en Santander, que constituye un documento histórico de primera mano sobre lo ocurrido unos meses antes, ya que además de aportar los datos exactos relacionados con el convento mierense, nos proporciona también la interpretación personal de quienes fueron perseguidos por vestir aquel hábito.

En las 253 páginas agrupadas bajo el título de «Episodios de la Revolución en Asturias» se van contando una por una la experiencia de los veintinueve religiosos que, junto a un lego, habitaban aquel recinto. Cuando todo concluyó, tres estaban muertos y el resto habían sufrido su propia odisea: catorce pasaron aquellos días detenidos, uno en Oviedo, otro en la capilla de Ablaña, habilitada como cárcel provisional, dos en Pola de Lena, otros dos en Valdecuna y Moreda y ocho en Mieres. Mientras tanto, los otros doce pudieron refugiarse en casas particulares o esconderse en refugios improvisados.

Como ustedes saben, desde aquí siempre hemos defendido que el conocimiento de los hechos históricos, por desgraciados que sean, es fundamental para evitar que se repitan, y en esta línea hoy les vamos a contar lo que pasó con estos religiosos, igual que en otras ocasiones les hemos contado detalles sobre la represión que sufrieron quienes habían tomado las armas en 1934 para cambiar la situación de desigualdad y miseria en la que vivían.

Según el testimonio escrito que les cité más arriba, cuando la comunidad pasionista se fue a acostar en la noche del jueves 4 de octubre, ya tenían conocimiento de que en Mieres se habían repartido armas entre los obreros, aunque la noticia no les pareció más que otro de los rumores que venían repitiéndose cada cierto tiempo, pero sobre las tres de la madrugada ya se empezaron a oír los primeros tiros de fusil, que fueron en aumento, hasta que, tres cuartos de hora más tarde, toda la población se quedó a oscuras y con la única y siniestra iluminación de los fogonazos aislados causados por las explosiones que también empezaban a repetirse.

Ya nadie pudo dormir, aunque siguiendo la rutina habitual, los frailes bajaron al amanecer a celebrar su primera misa y entonces ya pudieron ver con claridad a los grupos armados que cruzaban por las calles inmediatas próximas. Así tuvieron la percepción de aquella vez la cosa iba en serio y decidieron preguntar a la central de teléfonos cual era el alcance de los incidentes. Al otro lado de la línea, una voz les informó de que había estallado una verdadera revolución para responder a la entrada en el gobierno de varios ministros de la CEDA.

Ante la más que segura posibilidad de que el convento fuese asaltado a lo largo de aquel día, el padre rector convocó a todos los estudiantes y les autorizó a vestirse de seglares, repartiendo entre todos el dinero que guardaba la comunidad y dándoles licencia para que cada uno procurase evitar la zona de conflicto como buenamente pudiese. En aquel momento quedaban en el recinto 27 hombres, contando al criado, que también recibió las mismas instrucciones, ya que tres frailes habían salido de Mieres la tarde anterior con diferentes misiones: uno a Pelúgano para predicar un triduo, otro a Caborana para confesar a los niños del Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, y el tercero, el padre Inocencio de La Inmaculada, a Turón, donde iba a acabar fusilado junto a los frailes de La Salle en un episodio que ya es suficientemente conocido y que he tratado en esta página en varias ocasiones.

Seguramente se sabe mucho menos de la muerte de los dos otros hermanos. Uno había elegido como nombre religioso el de Salvador de María Virgen; este, fue uno de los primeros en abandonar la comunidad, junto a dos jóvenes estudiantes, Gerardo de La Dolorosa y Benigno del Costado de Jesús. Los tres se dirigieron a la otra orilla del río cruzando el antiguo puente de La Perra y siguieron la vía del Norte hasta llegar a Requexáu donde fueron reconocidos y perseguidos por un grupo de niños y mujeres, hasta que dos hombres les cortaron el camino disparando al alto e instándoles a identificarse, pero en vez de detenerse, cada uno intentó correr por donde pudo.

El hermano Salvador, que al parecer era corpulento y más lento que sus compañeros fue abatido, al lado de la vía del Vasco, a unos 500 metros del convento, donde al parecer pretendía regresar, y según los testigos recibió numerosas pedradas y una cuchillada antes de ser rematado a tiros. Por su parte el caso de uno de sus acompañantes, el hermano Benigno del Costado de Jesús, fue el más curioso de los ocurridos aquellos días, ya que también llegó la noticia de su muerte y se hicieron misas por su alma en Europa y América; sin embargo se había salvado cuando los revolucionarios lo localizaron en Ujo y lo entregaron al Comité de Santa Cruz. Allí se responsabilizó de su custodia a María Castañón, una mujer del pueblo, conocida por su catolicismo, que permanecía retenida en su propia casa.

La otra víctima mortal fue el hermano Alberto de La Inmaculada, quien emprendió su huida acompañado de otro hermano llamado Cayo, de 71 años, que tenía la idea de refugiarse en Valdecuna en casa de un feligrés, hermano de otro pasionista que estaba en Cuba. También fueron detenidos en Requexáu, lugar de nefasto recuerdo para esta Orden, allí intentaron disimular y seguir el paso mientras eran insultados por los vecinos, hasta que cuatro individuos les frenaron y, casi sin mediar palabra, uno de ellos disparó dos tiros sobre el más joven. Su anciano acompañante recibió varios garrotazos antes de ser abandonado en la cuneta, donde pudo sobrevivir, pero el herido por las balas seguramente tardó en morir, ya que su cadáver se encontró tendido junto al río, a kilómetro y medio del lugar de la agresión.

Es imposible resumir aquí la aventura personal de cada uno de los otros frailes, que en algún caso tiene ribetes de novela. Por ejemplo, el Rector y el Vicario de la Comunidad encontraron refugio en el domicilio de doña Encarnación Pulgar de García, donde permanecieron los quince días de revolución; otros también fueron escondidos por sus feligreses o detenidos en diferentes puntos, algunos lejos del Concejo y en general todos fueron respetados por los miembros de los Comités, que sin embargo no dudaron en segar las vidas de algunos de los curas de las mismas zonas.

Un ejemplo lo tenemos en la experiencia del padre Leandro de San Luís conducido a la capilla de Ablaña, donde compartió prisión con personas tan significadas como el Conde de Mieres; el capellán de la Gerencia; el director de la Fábrica Manuel San Juan; Manzano, un rico propietario de la localidad; Sergio León, entonces delegado del Gobierno y también con el coadjutor de La Rebollada, don Ramón Merediz. Todos, incluyendo a este último, fueron bien tratados, mientras a pocos metros de su cautiverio se deliberaba sobre el futuro del párroco de esta iglesia que fue finalmente fusilado en Loredo después de hacerle cavar su propia fosa. Ya sé que estos recuerdos no gustan, pero así es nuestra historia.