La terca realidad ya está diciendo bastante sobre el fin del libro tal y como lo entendemos. No obstante, si uno se pone de parte de lo real, en seguida llueven motes de apocalíptico, cenizo, aguafiestas y gafe. Veamos. Como escritor o escribidor, me tocó convivir con los tiempos en que tener una máquina de escribir era un lujo oriental. Escribí muchas cosas a mano y las pasé o me las pasaron a máquina quienes tal tesoro poseían. Escribí, más tarde, en la proverbial Olivetti verde, en una Underwood de las que sacaban callo al teclear y usé en Villablino aquel prodigio de los nuevos tiempos al que llamaban máquina electrónica y al que nunca supe sacarle la gracia. No hacía mucho que se había iniciado la era de las fotocopias como sustitutas del papel carbón con que yo trabajaba. Cuando pensé que aquel paleolítico ordenador que un día entró en mi casa en los 80 era el no va más del mundo mundial, tuve que ir poniéndome al día a diario con cada nuevo soft y hard que ofrecía el mercado. Los artículos que escribía para LA NUEVA ESPAÑA los llevaba en mano al periódico, semana tras semana, hasta que el fax descendió de los cielos. En seguida, Dios sea loado, el correo electrónico e internet ahorraron caminatas y engorros. Algo sé de cambios.

Como lector, comencé con cero libros en mi casa, salvo, acaso, el Libro de Familia. Hubo que tirar de las bibliotecas públicas (fui multado en metálico en 1973 por retraso) o infiltrarse en la del Seminario de Oviedo, por ejemplo, para leer el Abbagnano o a Levi-Strauss. Gracias al ahorro, a las estanterías de los departamentos de mi Facultad y a la benevolencia munificente de M.ª Jesús Polledo, fui leyendo o comprando volumen tras volumen, hasta hacerme hoy donador de otras bibliotecas y guardar algunas joyitas. Conocí cambios, pues.

De modo que me tocó y me toca convivir con formas diferentes de escritura y lectura. Cuanto más me facilite la técnica una u otra, mejor que mejor. Pero el hábito de coger un libro, sentarse en calma a leerlo, reposarlo y comentarlo con otros cara a cara, me temo que es algo que no ha heredado una gran parte de los que ahora andan de los 30 para abajo. A ese fin de una concepción lectora es al que me refiero, es el que se vive ya y puede comprobarse, salvo que las anteojeras políticas interesadas quieran vendernos otra moto. Que no, hombre, que no: que ya se lee, quien lee, a salto de mata, que los nuevos cachivaches de ocio nos han comido la tostada. Estamos conviviendo con el cierre de una época, aunque en lo que a mí respecta, tengo remanente para prolongar esta historia de amor sentado medio siglo más. Mi destino fundamental como lector ya está echado: a solas con el libro, cara a página.