Aislados, sin noticias del exterior, sin contacto los unos con los otros y con la única compañía de un colchón, una manta, un foco que nunca se apagaba y una cámara que grababa cada uno de sus movimientos. Así pasaron las veintisiete horas que transcurrieron desde su detención, en sus domicilios particulares, hasta que ayer por la mañana fueron puestos en libertad, el exlíder de UGT, Justo Rodríguez Braga, tres dirigentes del sindicato y dos trabajadores de la central, investigados por presunto fraude en las subvenciones públicas para formación y falsedad documental. El lúgubre escenario parecía de una novela negra. "Fue humillante, parecíamos criminales", criticaba Braga, a las pocas horas de salir del calabozo del Rubín, en Oviedo.

Las detenciones se realizaron de forma simultánea y con una precisión suiza. "A mí me pillaron con el pijama aún puesto, estaba haciendo unos estiramientos cuando llamaron a la puerta", relata Braga. Eran dos agentes de la Guarda Civil vestidos de paisano. Le explicaron por qué estaban allí y le leyeron sus derechos. "Les pregunté si me daban tiempo a ducharme y afeitarme, pero no me dejaron", destaca el ugetista. Un Citroen blanco le esperaba a la puerta de su domicilio, en Gijón, para llevarlo a los calabozos.

A su compañero, Manuel Díaz Cancio, antiguo responsable del área de formación del sindicato lo pillaron en la calle. "Iba camino del sindicato y vi a dos personas que se me acercaban, me puse un poco a la defensiva, porque así de primeras ves a dos que vienen de frente y te asustas un poco, hasta que me enseñaron la placa", explica. La calma duró unos segundos. Le leyeron sus derechos, allí mismo, en la acera, y los tres emprendieron camino al Rubín.

Idéntica escena se repitió en las puertas del resto de domicilios. Era el comienzo de una jornada en la que iban a permanecer entre rejas y completamente aislados. Ninguno sabía quién más estaba siendo detenido. Salvo Carmen Caballero, directora del gabinete de comunicación del sindicato y antigua secretaria de Administración, y Cancio que se cruzaron unos segundos en el vestíbulo de la comisaría. Fue un encuentro tan efímero que no tuvieron tiempo para saludarse.

Caballero era una de las más afectadas por el aislamiento. "En el momento en el que te encierran en un calabozo entiendes con plenitud lo que es la libertad", explica. Nunca olvidará el colchón de plástico negro y la manta anaranjada que formaban el mobiliario, o "los insectos muertos" que se camuflaban en el suelo de terrazo. "No me dejaron pasar nada al calabozo, salvo unos pañuelos porque no paraba de llorar", destaca.

Con Daniel Rodríguez, exsecretario de Formación del sindicato, los agentes tuvieron que hacer una excepción. Le acompañaron a la consulta de su médico. "No me encontraba bien, tengo un problema de arritmia y tuve que ir a por el sintróm", explica. Eso sí, "el trato por parte de la Guardia Civil fue exquisito", puntualiza. Lo bueno, dentro del mal rato que pasó, es que la medicación le ayudó a dormir algo más que sus compañeros.

"Allí no se podía dormir con aquella luz todo el día encendida, y encima el timbre para avisar a los guardias estaba estropeado y cada vez que se necesitaba algo había que aporrear la puerta", rememora Cancio. El menú que les sirvieron no ayudó a superar el mal trago, coinciden. Consistió en un arroz para comer, una fideua con mejillones de cena y unas galletas para desayunar. "¿Quién me devuelve ahora el honor?", protestaba Rodríguez.