Un país imaginario, justamente el prototipo idílico de la Arcadia feliz. Sus cuarenta y cinco millones de habitantes estaban absolutamente libres de los males que aquejaban al resto de sus vecinos, cercanos o distantes.

El término hipoteca era desconocido, los bancos se las veían y deseaban para que las buenas gentes aceptasen créditos con interés irrisorio, los pisos y adosados se vendían como churros en días de fiesta mayor. En definitiva, un paraíso permanente para los súbditos de un monarca amado por su pueblo. Incluida su familia, todos muy guapos y de proceder intachable, ejemplo viviente para todo el mundo.

Lo cierto es que el monarca tenía cierta fama de ser excesivamente liberal de cintura para abajo, afición a deportes de riesgo o a la tradicional bebida de Escocia, ¿pero qué puede importar todo ello, si los súbditos lo adoran tanto a él, como a toda su familia?

Así que el pobre hombre aburrido de tanta monotonía, con los mercados peleándose por comprar la deuda de este imaginario país, con las oficinas de empleo ofreciendo seis millones de empleos en el exterior, dado que el mercado nacional está saturado, o enviando toneladas de comida a ONG extranjeras por excedentes, pues parece lógico que de cuando en cuando pegue una patá al calderu.

Parece comprensible que con una remuneración anual cercana a los nueve millones de euros, casi quinientas personas a su servicio, y un palacio como residencia oficial, y otro vacacional, viajes gratis y demás regalías, cualquiera de nosotros se levante por la mañana y se pregunte: ¿Qué coño hago hoy?

Así que, vista la balsa de aceite donde reinaba, incluidos algunos partidos políticos, contrarios por principios a las monarquías, que le hacían constantemente la ola, pues de vez en cuando se escapa a dar un garbeo sin avisar ni al Tato.

Quiso la mala fortuna que en una de estas escapadas, a las cuatro de la madrugada, cuando seguramente se disponía a asistir a misa, dada su condición de católico, sufriera una inoportuna caída que le produjo una múltiple fractura de cadera. ¡Señor, que mala suerte!

En buena lógica se supone que la Seguridad Social, ejemplo para todo el mundo, y que se pretende siga creciendo en servicios de todo tipo, lo trasladó hasta su reino, tranquilizando a sus súbditos, ajenos a la malintencionadas habladurías, por un quítame allá unos elefantes, búfalos u osos.

Pero como la felicidad completa resulta utópica, surgen voces de resentidos que en vista de los días que lleva de baja laboral o ausencias sin justificar cuando le viene en gana, y aunque resulte extraño en este idílico país, rige una Ley que se aplica a los ciudadanos, que por los mismos motivos los despiden ipso facto y piden que se le aplique la misma medicina sin más.

Sería la mejor prueba de que la Constitución que tiene el citado país, en el apartado que dice que «todos los ciudadanos son iguales» no sería simple papel mojado, se oye.

Como se pueden imaginar ustedes, esta historia resulta pura fabulación y toda coincidencia con la realidad será? simple casualidad.