Viven las Cuencas una apetitosa eclosión como plató cinematográfico privilegiado, expectativas puestas de manifiesto el año que ha terminado y que ya auguraba hace dos la circunstancia de que el equipo del cineasta argentino Juan José Campanella (al que se recordará por el excelente drama psicológico de 1991 El niño que gritó puta) escogiera el Valle para la filmación parcial de la «malograda» -su emisión fue interrumpida por la propia cadena que la contrató- miniserie de ficción Vientos de agua. Pero la selección del entorno asturiano para emplazar historias de ficción no es flor nueva porque, en los albores del cine sonoro, los rudimentarios artefactos ya eligieron el Principado para hacer películas, bien es cierto que sin demasiada puntería al principio.

Son ya más de 40 los años transcurridos desde que se rodara en Caso la adaptación del famoso cuento de Leopoldo Alas, Clarínsobre la vaca más célebre de la literatura regional de los dos últimos siglos: «¡Adiós, Cordera!». La ocasión era pintiparada para promocionar al escritor, por lo que los periódicos del momento se hacían cruces ante la evidencia de que ese cuento de Clarín no se podía encontrar en las librerías asturianas, y se preguntaban, con toda la razón, cómo era posible que se quisiese rehabilitar al autor de La Regenta vedando la lectura de sus obras a las nuevas generaciones de lectores. «Alrededor de Clarín se ha montado una leyenda negra que no responde a la realidad», podía leerse en la prensa asturiana.

La película transcurre en un paraje que conserva la más pura esencia de las aldeas de finales del siglo XIX, que es el espacio que Clarín imaginó para su relato, que el año pasado fue traducido por segunda vez al bable. Los exteriores se grabaron en Soto de Caso, menos las escenas del ferrocarril, para las cuales se recurrió a la estación de Feve en Bendición, pues el pueblo casín carecía de ella entonces y sigue careciendo en la actualidad. La cinta la llevó a cabo el polifacético creador langreano Pedro Mario Herrero (PMH), utilizó el sistema en color conocido como eastmancolor y la manivela y orden de «acción» empezó a funcionar el 28 de febrero de 1966. El mérito de PMH no es exiguo, pues el hilo argumental que aborda el breve relato poemático de Alas es poco más que un punto de partida para el desarrollo, a lo largo de casi hora y media, de otras historias paralelas o de aspectos factibles en el universo clariniano, pero que ni están presentes en el texto original ni se encuentran esbozados en el ramillete de posibles sugerencias que las páginas del relato nos facilitan. Y, sin embargo, analizados con la pertinente distancia temporal, encajan sin chirriar -incluida su misma fábula política- en el tono lírico y costumbrista que comparte la amarga suerte de la vaca que va a ser sacrificada. Esta corrección al enhebrar preocupaciones paralelas en unos mimbres fuertemente entrelazados como los que se dan en este cuento -que Clarín publicara por vez primera en el periódico madrileño El Liberal el 27 de julio de 1892- justifica el buen oficio del artesano cuidadoso que fue PMH, y de cuya desaparición se cumplirán en marzo los dos años. Al filme no le faltan ni unas notas etnográficas de sabor documentalista, como es el parto de la vaca o esa danza tradicional durante la romería que ejecutan, retándose a resistencia, dos avezados paisanos del lugar, porque una de las premisas del cineasta era que interviniesen personas reales de carne y hueso no familiarizadas con el universo del celuloide, a fin de dar mayor verosimilitud a la narración. Tan convencido se encontraba el realizador de la buena estrella de sus intenciones que puso de su propio bolsillo la mitad del presupuesto del filme, que ascendía a seis millones de pesetas de entonces.

La versión cinematográfica de ¡Adiós, Cordera! sirvió para traer a la aldea el relumbrón del celuloide, y no es difícil hacerse una idea de lo que supuso para una comunidad anclada en el aislamiento y la rutina. En el concejo casín recaló un elenco de actores españoles de primera categoría, pues se incorporaron al proyecto algunos de los mejores del momento: el tempranamente desaparecido José María Prada -que encarna al barbero anarquista Rufo-, un jovencísimo Emilio Gutiérrez Caba -que interpreta al hijo del terrateniente local, quien vive un idilio mutuamente correspondido, en su tímido silencio, con la hija del tabernero-, la hermosa actriz argentina Ana Casares -en la piel de la celosa y despechada viuda Sara- o un Carlos Estrada -que lleva el peso de dar cuerpo al atormentado dueño de la «Cordera» agobiado por la presión fiscal, y al que Asturias no le era ajena, pues en Vegadeo había pasado su niñez- en racha, dado que recibió, durante su trabajo en la película, la medalla de honor del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Tanto Estrada como Casares resaltaron en su día el poder sentimental del filme: para él, el tema era «humano y bonito como pocos», mientras que la actriz pensaba que el asunto destilaba «gran ternura». Y al lado de las figuras, los principiantes, como los dos niños de 5 años Carlitos Juliá (como Pinín) y Gloria Romero (como Rosa), los más leales compañeros de fatigas de la infortunada vaca que pagará los errores de los adultos y que Pinín y Rosa no entienden.

Las semanas de rodaje de la película también fueron muy apropiadas para comprobar que no todas las gentes del cine se atrincheran en el divismo, ya que, por ejemplo, el cineasta langreano mostró, en todo momento, una naturalidad campechana y una faz humana nada altiva, como recogió la prensa de la época, informando de que, a la hora de las comidas, PMH compartía asiento con los actores infantiles, estaba, señalaba el cronista de Región, «con los que trabajan cara a la labor oscura, en la que no se fijan en muchas ocasiones los espectadores, pero que son piezas básicas en el rodaje de una película».

El filme de PMH, aunque no fue muy bien acogido por la crítica cuando se estrenó, y La Regenta de Gonzalo Suárez son dos personales miradas al mundo literario clariniano dignas de perdurar.