Aver si lo entendí bien. O sea, que nada más desembarcar de la patera, las moritas tienen que quitarse el velo; las afganas el burka y ¿qué se ponen? ¿Mantilla española y peineta como las Infantas cuando van al Vaticano? Inmediatamente, antes de firmar el compromiso de integración, harán un curso acelerado de ambientación y estudio de costumbres hispánicas.

Eso me recuerda los tiempos del «landismo» cuando enseñábamos a las «guiris» a beber cava en porrón y los «latin lover» italianos a comer espagueti a las nórdicas.

Y ¿qué puede ocurrir si al inmigrante no le gusta la fiesta de toros? y ¿qué ha de comer en lugar del jamón prohibido por el Corán? ¿Tendrá que beber horchata en verano aunque ignore la cultura de la chufa?

Esta última ocurrencia de la derecha, más derechona, ha de encontrar demasiados inconvenientes entre los juristas. En democracia no pueden cargarse ciertas medidas sin caer en la xenofobia.

¿Obligará el contrato de inmigración a tocarse con montera picona a los mineros que vengan de Polonia a trabajar a Hunosa?

¿Se obligaba a nuestros emigrantes en Austria a cantar tirolés? Recuerdo que en la Casa de España de Bonn se podía escuchar, en el tocadiscos del bar, asturianadas de El Presi y fandangos de Juanito Valderrama. En la Academia luterana se encendían lamparillas a la Santina, a la Virgen del Rocío y a la Moreneta.

¿Por qué poner tantos inconvenientes a los inmigrantes? Si no se les deja entrar en España, ¿quién va a vendimiar? ¿Quién vareará la aceituna?

Nuestros jóvenes y (muchos mayores) no apetecen trabajar en el campo. Los chicos quieren ser pilotos de Fórmula Uno y los viejos cobrar las peonadas, y jugar al tute en el club de la tercera edad.

Que vengan a echarnos una mano. A pasear a nuestros ancianos, a asistir en nuestros hogares, a trabajar subidos en los andamio y nosotros, mientras tanto, bailando el tirolino en Benidorm o leyendo el «Marca» en un banco del parque.