Antes se decía, ignorando la ciencia de la publicidad inexistente, que el buen paño en el arca se vende. Esto apenas pueden sostenerlo algunos vendedores de diamantes en Amsterdam que sólo sacan las gamuzas negras con su deslumbradora siembra de brillantes para los clientes privilegiados. Ha pasado, desde entonces, mucho tiempo. Hoy, una conserva de bonito, una zapatilla deportiva, necesita anunciarse y proclamar que es la mejor, si quiere llegar a manos de muchos compradores. La exquisitez de los brocados, las holandas, el tafilete taraceado, incluso los sombreros que venían de París, precisan de una estrategia publicitaria muy costosa, que no siempre es eficaz.

Entre el creador, el artesano, el comerciante y el usuario se alzaron murallas de intermediarios indispensables, pues las redes de distribución garantizan el movimiento de las mercancías. Incluso, en un tímido acto de protección, fue creado el Defensor del Consumidor, aunque no parece que sus denodados esfuerzos y filantrópico trabajo hayan sido siempre coronados por el éxito.

En las grandes y pequeñas ciudades, por razón de las distancias, ha desaparecido la entrega a domicilio gratuita, que así lo fue durante muchos años. En las tiendas había unos chiquillos que así iniciaban el oficio y llevaban las compras a casa. En días señalados -del Carmen, de José, de Covadonga o de Almudena- parecía que los transeúntes se habían transformado en porteadores de grandes ramos de flores.

Eso se acabó. Es cierto que los grandes comercios, si el pedido sobrepasa cierta cantidad, nos lo traen; incluso, si el gasto es inferior, tienen la módica tarifa de dos o tres euros para movilizar las furgonetas de reparto, aunque nunca se sepa la hora aproximada, lo que nos bloquea una mañana o una tarde esperando el pedido.

Otro asunto que funciona con deficiencias notorias es el de las reclamaciones por defecto o mal funcionamiento. Existe, generalizada, la garantía, que es un papel donde deberían constar ciertos datos y sellos valedores que generalmente no se rellenan. En la tienda donde lo adquirimos carecen de la más remota idea concerniente a las reparaciones y nos remiten al representante -si la fábrica está lejos-, que suele tener su guarida en el extrarradio. Allí hemos de acudir, repasando si el aval está dentro de la fecha y no falta requisito alguno. Un proverbio oriental -al que procuro atenerme- aconseja que si alguien desea una cosa puede mandar a buscarla, pero que si verdaderamente le es necesaria debe ir en persona. Así son las cosas, y no hay que darles más vueltas.