Unos santeros han seccionado el cuello de un pavo real del parque de Isabel la Católica y esto no retrotrae a aquellos tiempos de la infancia en los que recibíamos las primeras nociones simples y burguesas -pero equivocadas, como la ciencia ha supuesto después- sobre la atracción entre el pavo y la pava, y, por extensión, entre machos y hembras.

Ver desplegada la cola del pavo real -cuyas plumas son materia de comercio en la santería- era el objetivo, no siempre alcanzado, de cada visita infantil al parque. Sin saber interpretarlo todavía, aquella cola parecía expresión del principio darwiniano de que «es más importante ser bello que ganar una batalla», es decir, ciertos rasgos sobresalientes contribuyen a la selección sexual. La cola más espectacular era la que elegía la pava, al igual que la cierva tiraba hacia la cornamenta más grande.

Sin embargo, aquel órgano de seducción para el éxito reproductor era un peligro para la supervivencia. A causa de la inmensa cola, los niños percibíamos que el pavo real era patoso, y corríamos hacia ellos intentando echarles mano, cosa que los padres trataban de evitar. Y si el pavo, en su huida del acoso infantil, trataba de elevarse, percibíamos aún más la inelegancia y la torpeza de su vuelo.

Por tanto, estaban allí todas las evidencias acerca de lo que los biólogos denominaron después el «principio del handicap». A saber: la pava elige al pavo de cola más vistosa, y ello pese a que cuanto más grande sea aquel abanico de plumas, más torpe será su propietario. Sin embargo, la pava percibe otra cosa: el handicap es indicio de que el pavo lleva tan buenos genes que ha sobrevivido, pese al trasto de su cola. Trasladado esto con precaución a los humanos, explicaría por qué una mujer extraordinaria se ha podido emparejar con un tonto de haba o con un babayu. Las hembras de muchas especies eligen a su pareja por el handicap, que revela una fuerza interior de supervivencia.

Ahora bien, al pobre pavo de autos el handicap le ha costado el cuello.