Mariano Rajoy ha decidido, según se ha dicho a propósito de la renuncia de Acebes, deshacerse del aznarismo, pero el aznarismo empieza precisamente por él. O sea, por el propio Rajoy, que fue nombrado a dedo por el ex presidente del Gobierno, don José María, cuando se propuso hacer las maletas. Es, por tanto, una tontería hablar del fin del aznarismo mientras el Gran Timonel se aferre como lo está haciendo al poder.

No se puede explicar el marianato sin el aznarato, lo mismo que Aznar no se explica sin Fraga, y eso que aquello fue producto de una emboscada en Perbes. Los dirigentes de los partidos tienen que aprender a ser más normales cuando se trata de facilitar una sucesión. Y, sobre todo, más democráticos en el funcionamiento interno de las propias organizaciones.

Hay, por calificarlo de la forma más amable, un cinismo descarado en quien se deshace de los colaboradores más directos con la excusa de renovarse sin haber empezado por él mismo. Los socialistas estuvieron hablando durante casi dos décadas de renovación y los que la defendían eran siempre veteranos felipistas incombustibles. En la política española hay una sensación del tiempo detenido que se comprueba desde las mismas nuevas generaciones o juventudes de los partidos, cuyos dirigentes no paran de crecer y sobrepasan, en muchos casos, la treintena.

Se fueron Zaplana y Acebes, y con eso ya creen algunos que al aznarismo rinde la posición y se entrega. Pero no es así, porque don Mariano, el primer elegido por Aznar y, por lo que se está demostrando en este inicio de la legislatura, otra de sus equivocaciones, sigue aferrado a la maroma. Rajoy cree, como ya hicieron otros, que los cambios empiezan y acaban en los demás, no en él, que está dispuesto a seguir como sea. El hecho de estar amortizado es algo que se niega a considerar y eso empieza a repercutir en el ejercicio de la oposición, que brilla por su ausencia.