Para mi tierra y mis gentes, un poema elevado sobre la salud y la longevidad, con bellas vistas a la eternidad y multitud de senderos por entre girasoles y espigas dóciles. Rodeado de mar y de escarpados litorales que impidan a las naves del infortunio y a sus contrabandistas atracar en sus límites. Un poema donde la vegetación sea tan espesa como la niebla de mis primeras mañanas en el mundo y los fértiles arbustos deshojen abundancia al borde de la necesidad, y desprendidas aguas surquen la sequía. Para mis gentes y mi tierra, un volumen inacabable de naturaleza y aire puro y talante pesquero y vigor campesino.

Para la Tecu, enunciados portentosos y fundadas verdades que soporten las monumentales curvaturas de la existencia; resonancias de la fe antigua y sílabas no desencantadas, para recomponer los nombres y los propósitos. A Beru, extensísimos versos de plantaciones al sur de la primavera, con barandales y cenadores por donde trepen los rosales y la ensoñación, con aves brillantes, esbeltos cormoranes y sabrosas connotaciones. Al Mico el interior del silencio, los arrecifes de la soledad y el fondo esmeralda de la discreción. Para el Lulillo un puente levadizo desde los sólidos paraísos perdidos a la resbaladiza superficie de la actualidad, en la que jamás ha querido instalarse con su equipaje de soñador.

Para el Cuxa, arpones de idioma que impidan a la edad, como a un pez carnívoro y letal, sumergirse en sus piernas y devorar la agilidad. A la Bis, cláusulas de fantasía con palacios humildes, fuegos encendidos y mucho viento en los balcones de su pasado continuo. Para Biusco, manuales imposibles donde una débil realidad se imponga sobre la tropelía acostumbrada en que vivimos. Para Gelinos, romances de nordeste y maizales altos alrededor de agosto, con gusto a sal marina. A la Trucha, rimas minerales en las que pueda extenderse al sol, como una lagartija, desde el verano de mil novecientos sesenta y tres, al fondo de Bañugues. Para la Gus, una ocasión de mentira, henchida de posibles verdades y de la pubertad más duradera.

A la Geisha, una estrofa apacible, al borde de un molino, con el rumor de un río, donde reflejen por siempre la claridad de mayo y los jóvenes rostros desaparecidos. Para Aurora, un manzano con sombra frondosísima de media tarde y un balancín y un libro y la edad en que aún no sabe lo que aguarda. Para Manolo, verbos espaciosos y alegorías llanas por las que pueda transitar hacia sus metas diarias. A Men, un vocablo encalado, con parra y uvas púrpura, en cualquier acantilado del mar Jónico. Para la Rapo, gramáticas ilícitas y consonantes libres, estilos apátridas, miel de genitivos y emociones calcáreas que fortalezcan sus huesos de cítara. A Eugenia, el clima de la palabra Extremadura, y todas las palomas mensajeras que anidan en los alerones de la melancolía.

A María Olga, fíbulas con salmos de oro sobre los que indagar la fonética del tiempo, las sucesivas hebillas de las concordancias y las contraindicaciones del lenguaje antiguo. A Julius, cantigas de Corias y territorios donde maduren sin prisa las pavías y los racimos de la amistad. Para Elena, abrecartas bruñidos que rasguen el quebradizo embalaje de los fósiles. Para la Piterita, agua de lluvia contenida en un adverbio inédito, muy cerca de donde no está permitido arrepentirse. Para Bichitte, caracolas con el susurro del Sena y la beatitud que trasluce en los húmedos muros de las catedrales. A Elisa, la fisonomía del humo y el cromatismo de las horas extraordinariamente hermosas. A Nori, patrones de poemas y dobladillos de voces impredecibles. Para Sibila, un tren de perezosos vagones resplandecientes que no abandone jamás los aromáticos setos de la infancia.

Para mis muertos, mullidas letras y abecedarios de plumas en los que recuesten sus músculos mientras me esperan. A todos vosotros, los que me amáis o me mostráis indiferencia, los que me escucháis o me dais la espalda, a todos, lo más duradero de todo aquello de lo que nada es para siempre.