Nos une al carbón una relación más estrecha de lo que parece. Ya lo decía Francisco Mijares Mijares (1850-1936) en su «Monografía geográfico-histórica del concejo de Llanes» (1904) -un librito que habrá de ser, algún día, texto obligatorio en las escuelas de por aquí-, al comentar la geología del concejo: «En nuestras montañas predomina la roca caliza de variados colores, con mármoles jaspeados, rojos y de color rosa; la carbonera se extiende por casi toda la zona en filones de pizarrilla y poco carbón explotable, que, en el banco de Ronciello (Nueva) da el 70 por ciento de hulla».

La hulla llegó a ser el cien por cien de nuestra niñez. Este mineral lo era todo en aquel universo de la calle Mayor en el que crecimos. Representaba el centro de la existencia misma (era el espíritu de la cocina, y con eso está dicho todo). ¿Cómo entender la vida de aquellos gloriosos tiempos llaniscos sin la presencia del carbón? Todas las cocinas eran insaciables fraguas de Vulcano, atizadas, sin distinción de clases sociales, a base de pedruscos negros que eran calor de hogar y fuego lento para las patatas del día. El carbón formaba parte de nuestra vida, ya digo, cuando funcionaban en Llanes doce carbonerías y se agitaban al contraluz -lo veíamos al pasar- siluetas fantasmagóricas y tiznadas, que llevaban en la cabeza un «sacu capiellu» a modo de capirucho, como si se tratase de la escenificación de un auto de fe. Veíamos y sentíamos la cercanía de aquellos seres sin rostro que cargaban y descargaban eternamente sacos de carbón en carros, cestos y carretillas. En la Calzada estaba la carbonería de Joaquina Merino y Celesto Menéndez, matrimonio que tenía su negocio en el mismo sitio en el que se había construido en 1936 un carro blindado, tan inútil como romántico, que intentó conquistar para la República el Oviedo de Aranda. En el Cuetu operaban las carbonerías de Elvirina García Merodio, la de María Miguel (la de «las Peinadas»), la de Ramón Rivero («Escandia») y la de Jesús Guerra (»el Cabraliegu»). En las proximidades de la rula (en la antigua sede de la Academia de Música) funcionaba la de José Cotera Quintana. En la calle Mayor, frente a la capilla de la Magdalena, estaba la de Sole (madre del cura José Ramón García de la Riva), y en la esquina con Manuel Cue, la de Lina; en la avenida de la Paz, frente al Colegio de la Divina Pastora, la de Elisa Sotres, hermana del Tarrana, uno de los grandes personajes populares del siglo XX; en la calle Manuel Cue había dos, a falta de una: la de La Monárquica y, arrimada al tramo de muralla mejor conservado, la de Brañas, marido de María Pría, la dueña del hotel Crumar, y en la calle de San Agustín, la de Adolfo Colubi.

En plena época del gas ciudad y de las vitrocerámicas estamos en nuestro derecho de añorar románticamente el carbón, en la misma medida en que se añoran y se idealizan los tiempos pasados y los primeros amores. Ignoro si Carlos Gutiérrez Blanco (un científico independiente, con una intachable hoja de servicios de más de treinta años) es un romántico sin remisión, como lo soy yo, o si es más bien un realista cargado de razón. Pero este funcionario, tan ligado a Llanes, que acaba de ser nombrado director del Instituto Nacional del Carbón (Incar), ha declarado a este periódico algo que nos llega al corazón: «Es importante tener una reserva estratégica de carbón, porque el mercado puede variar en cualquier momento». Al leer esto muchos nos hemos acordado automáticamente de nuestra infancia, «probe» pero feliz, en la que sin aquellos benditos sacos de carbón la vida resultaba de todo punto inconcebible e imposible.