Querida Adela: Tras nuestro encuentro, no he dejado de reproducir en mi cabeza el desgarrador relato de tu vida; una vida contada desde ese sosiego que sólo la vejez permite. Y es que aunque los recuerdos logren empañar tu limpia mirada, la voz que los relata es incapaz de sucumbir al rencor o a la ira; quizá por ese efecto balsámico del tiempo o, quizá, porque son los derrotados quienes se muestran más proclives al olvido.

Es atroz comprobar que el capricho de unos criminales se haya convertido en el destino de los tuyos; un destino que comenzó a trazarse una noche de 1945, cuando Gonzalo Sanzo tuvo que abandonar su vida en El Entrego para huir de la muerte. No hubo ni adioses ni despedidas, y cuantos proyectos de futuro habíais trazado juntos se hicieron de repente añicos porque el apellido Sanzo figuraba en una de aquellas macabras listas que decidía a quiénes debía fusilarse al amanecer.

Seguramente nadie sabría describir con certeza los sentimientos que Gonzalo experimentó aquella larga noche en que tuvo que escapar de una muerte segura, pero a buen seguro que fue el miedo su único aliado en aquella apresurada fuga. La oscuridad y la muerte lo acompañaron en su huida, y no en vano, son la oscuridad y la muerte los dos grandes mitos del miedo. Pero Gonzalo Sanzo era consciente de que si se dejaba atrapar en las redes del miedo, acabaría por apartarse de su deseo de seguir viviendo. Sí, lejos de su lugar de nacimiento y a costa de tener que abandonar al amor de su vida; pero era consciente de que sólo viviendo podría recuperar algún día todo lo que abandonaba en su partida.

Ése fue su objetivo, finalmente logrado. Y en su propósito no se arrodilló ante la humillación a que fue sometido en aquel campo de trabajo; ni ante la nostalgia que produce el saberse injustamente desterrado, ni ante los duros comienzos en aquel París de 1946. No se dejó amedrentar por el miedo, porque era consciente de que sólo se teme a lo invisible, a lo desconocido. De que sólo se teme, en definitiva, aquello que nos enseñan a temer quienes temen. Temer la pérdida. Él, que lo había perdido todo, se preguntaba si la vida se resumía en eso, en perder. ¿No es acaso la vida una sucesión de pérdidas? Ése es nuestro auténtico miedo; el miedo a perder. Y a lo largo de nuestra existencia no hacemos otra cosa que perder. Perdemos el dulce y confortable aroma de la infancia; perdemos nuestro ideal de juventud; perdemos a quienes nos dieron la vida; a los amigos más íntimos; e incluso nos resignamos a perder aquellas facultades por las que un día fuimos queridos y admirados. Y así, paso a paso, nos vamos acercando a la muerte, que constituye nuestra pérdida definitiva.

Pero en toda esta sucesión de pérdidas que jalonan nuestro paso por la existencia, hubo una que Gonzalo supo recuperar para no perder jamás: tu amor. Ése fue su único objetivo desde aquella noche de 1945: recuperar el amor arrebatado para vivir en él hasta su último aliento. Fue ese amor el que trajo hasta tus manos aquella carta clandestina en la que, tras casi dos años de huida, te confesaba que su vida no tendría sentido si no estabas a su lado.

Fue ese amor recíproco el que os permitió superar los obstáculos que impedían el reencuentro y los miedos de ser descubierta en tu huida por aquellas interminables noches en las que caminabas por las frías montañas de los Pirineos para materializar el sueño de abrazarlo y sentir su aliento.

Un amor del que nacieron tres hijos, criados en un cuarto subterráneo de apenas treinta metros y en el que tú bordabas hasta las dos de la madrugada para ayudar al sustento de la casa. Un cuanto raquítico en el que vuestro único contacto con la realidad era aquel ventanuco desde el que a lo lejos se divisaba el pico de la Torre Eiffel, y hasta el que alzabais a vuestros tres hijos para que la vieran a lo lejos. ¡Cuánta oscuridad experimentó el exiliado en la Ciudad de la Luz!

Hoy son tus hijos el testimonio más evidente de aquella historia. Unos hijos criados desde el esfuerzo del superviviente en un tierra tan hostil como desconocida. Unos hijos crecidos sin temor ni rencor hacia un duro pasado del que fuisteis expulsados por los que se autoproclamaron vencedores. Unos hijos que nunca conocieron la amargura de la derrota, porque ambos supisteis dulcificarla con la esperanza de una nueva vida lejos de aquella tierra minera que os vio nacer.

Soy consciente de que la ausencia se encarga siempre de que a lo que más queremos lo queramos más todavía. Por eso el recuerdo de Gonzalo sigue cada día más presente en tu vida, porque con él se han ido tantos momentos compartidos que resulta difícil enumerarlos sin caer en la cuenta de que con él se ha ido también parte de tu propia existencia. Pero he podido comprobar en aquella comida de domingo en tu casa, de las afueras de París, que tu historia sigue tan viva como la de tantos otros que se vieron en la obligación de renunciar a su tierra, a su origen, a sus gentes. Personas que como tú y Gonzalo tuvieron que huir por defender unos ideales que nacieron ya derrotados en una época negra de nuestra historia; unos ideales de los que, paradojas de la vida, hoy alardean quienes en su día fueron cómplices silentes de quienes por aquel entonces os perseguían.

Yo, que nunca me he visto obligado a sacrificar nada en mi vida para disfrutar de ese extraño orgullo que me produce el ser asturiano, me he dado cuenta de que la esencia de esta tierra, más tuya que mía, no hay que buscarla en los que aquí seguimos sino en todos aquellos que, como tú y Gonzalo, habéis tenido que iros. Y es que el valor de las cosas siempre se aprende de quienes no tienen el privilegio de tenerlas a su alcance. De ahí que titule esta carta como «desde el exilio», pues tras conocerte, albergo la sensación de que el exiliado soy yo.