Este frío es el frío de los sabañones. Y el de las boqueras. Es el que no hiere más que por fuera. Pienso que el frío, éste que huele a humo de castañas y a noche antigua, me va a gustar toda la vida. Aunque las paredes del cuarto suden y amanezcan empapadas y las sábanas de la cama estén húmedas y heladas, vale la pena a cambio de que mi madre me envuelva una botella de gaseosa en una manta o un ladrillo entre papeles de periódico y una toalla. Qué calor en los pies y qué sensación la de sentir el viento fuera, sopla que te sopla. Además, mi padre echó masilla en los cristales y no creo que arroyen tantas gotas como el invierno pasado. Y lo de la puerta de entrada se soluciona con unos trapos. Qué problema hay?

La verdad es que la brisa corta. Le quedan a uno los pelos de pincho. Y las yemas de los dedos, moradas. Voy a las viejas escuelas de Cerín. Los maestros fueron formando, poco a poco y como pudieron, una biblioteca en la que los sábados participamos en funciones y lecturas. Representamos obras de Gloria Fuertes, leemos en voz alta a Miguel Hernández y a Antonio Machado. En Navidades es cuando más nos presta. Adornamos las estanterías, ponemos un nacimiento y parece que la vida se vuelve más blanda y menos peligrosa. Por Navidad los maestros no pegan ni levantan la voz. No parecen los mismos que por semana, se ríen como los demás y se muestran menos agresivos y castigadores. Dicen bromas y cuentan anécdotas como los humanos.

Hoy nos mandaron llevar alguna cosa de picoteo. Cada uno lo que pueda. Para una comida. Es el día de la lotería. Ya se ve nieve en los picos que se divisan desde el Monte, desde Casa Roces. Creo que desde allí vienen los Reyes. Anda que no lo tendrán difícil con tanta cuesta arriba y tanta cuesta abajo. Al pasar por delante de las casas, todo el mundo está con la radio al alto la lleva y esperando que caiga un premio. Los niños esos de un monasterio cantan números y números, pero, por lo que oigo año tras año, va todo para Madrid, para las ciudades lejanas. La verdad, dicen que la salud es la mejor lotería, siempre lo repiten, que para qué más.

Yo llevo un roscón que mi madre me preparó con trozos de manzana y ralladura de limones. Seguro que se chupan los dedos y lo mojan en el chocolate. Prefería rosquillas, con azúcar por encima; o «bollinas» de calabazón, pero necesitan más tiempo, hay que freírlas y quedan «correyudas» primero. Con lo liada que está estos días, además, con lo de Nochebuena. Entre matar conejos y partir peras y manzanas para la compota. Pobre, y rellenar el rollo de carne y amasar el mazapán. Y no sé, no sé. Me huelo que en esta ocasión debe de estar la situación apretada, porque todavía no fue a Luanco a comprar turrón ni polvorones. Otras veces, a estas alturas, siempre íbamos a Avilés y zampábamos el plato del día en El Culebrín, con queso con dulce para el postre. Me suena que algo no... Otras Navidades ya lo tenía guardado en el trinchero, donde las cajas de pastas y el moscatel, incluso las bolsas con las dulcerías para el revoltijo...

Este frío, mediados de diciembre, me templa y me transporta. Pasar frío es muy necesario, casi saludable e imprescindible para valorar la llama, para desear el fuego. Para distinguirlo del otro, del incurable, del imposible de aliviar, del que provoca verdaderos escalofríos. Algún día escribiré un poema para el niño que fui, para los niños que vengan: «Es distinto el frío / que te da en la cara / del frío que dejan / las cosas amadas. Es distinto el frío / que cala en el alma / del frío que entra / por una ventana. / Es distinto el frío / de por la mañana / al frío que, a veces, / provoca una lágrima. / Es distinto el frío / de una gran nevada / del frío que se enciende / por una distancia. / Son fríos distintos / porque uno no daña / y el otro te duele / y te deja marca. / Uno no se quita / más que con el tiempo, / o con la esperanza; / otro lo quitamos / poniendo un abrigo, / pijama o bufanda».