No he comido nunca en The Fat Duck ni pienso que lo vaya a hacer jamás. The Fat Duck está considerado por la famosa lista «San Pellegrino» el segundo mejor restaurante del mundo detrás de El Bulli. En El Bulli sí he comido, pero ésa es otra historia. Los parroquianos de la pedanía de Bray, el pueblecito del sur de Inglaterra donde se encuentra el restaurante primeramente citado, tenían, hasta que les pudo el aburrimiento, como principal entretenimiento reírse a mandíbula batiente de los esnobs que se desplazan desde Londres y otros lugares para comer las gachas de caracol y las ostras que sirve Heston Blumenthal, acompañadas de un iPod para que los clientes puedan escuchar, al mismo tiempo, el sonido del mar. El Pato Gordo guarda toda una liturgia, que empieza cuando el peregrino, tras reservar mesa con mucha antelación, recibe en su casa unas instrucciones que le acompañarán hasta tomar asiento en el restaurante.

El restaurante de Blumenthal es la repanocha. O lo era, porque el cocinero del iPod ha decidido cerrarlo después de haber envenenado a docenas de clientes con los menús de degustación a 146 euros. Se desconocen las causas de la intoxicación masiva. El chef es el primer sorprendido, perdón el segundo, a continuación de los envenenados. Está descartado que hayan sido las gachas de caracol ni el jamón de Joselito que sirve acompañando el engrudo; tampoco parece que se deba a los nitro huevos revueltos con helado de beicon, y el famoso sonido del mar lo más que puede hacer es matar a carcajadas al comensal que caiga por allí despistado. El entorno y el misterioso menú invitan a que Hércules Poirot investigue las probetas y los tubos del llamado alquimista británico, precursor de la cocina molecular.