Rafael Argullol acaba de publicar un artículo donde plantea, con acierto, la actitud falaz de quienes se escandalizan por el calamitoso estado en que se encuentra la enseñanza en España. Sostiene el escritor Argullol que es muy propio y muy socorrido delegar culpas y responsabilidades en los unos y en los otros. Así de contundente se muestra: «Es cómico, y patético, que alguien se rasgue las vestiduras ante el balance del Informe PISA sobre la enseñanza en España, el mismo tipo de hipocresía de los que, de pronto, han descubierto la destrucción de la Manga del Mar Menor o de la Costa del Sol».

En efecto, se veía venir y, desde el monumental desatino que supuso la LOGSE de Maravall, ningún Gobierno, incluidos los dos que presidió Aznar, hizo nada por reconducir el desastre. En efecto, la demagogia tan socialmente extendida de considerar que a la escuela le corresponde casi en exclusiva inculcar una serie de valores morales que la sociedad ataca tenía como destino el inmenso despropósito en que estamos inmersos. Pero, más allá de todo eso, Argullol manifiesta que la responsabilidad última radica en una ciudadanía que ha dejado de ejercer como tal en tanto renuncia a las mínimas exigencias.

Cierto es que pretender que la escuela sea una especie de «mónada» de Leibniz hermética a lo que se respira en la sociedad supone una estupidez manifiesta. Reparen, por favor, en estas palabras de Ortega: «Principio de educación: la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros. Sólo cuando hay ecuación entre la presión de uno y otro aire la escuela es buena».

Es decir, cuando la meritocracia no existe, cuando la frivolidad es la norma, cuando la ramplonería se hace plaga, cuando la indecencia en la vida pública ha llegado a tal grado de descaro que no sólo hay corrupción, sino que además ni siquiera se tiene presente aquello tan clásico del ser y del parecer, cuando todo esto sucede, digo, parece, en efecto, sarcástico que se pretenda que la escuela funcione como si fuese algo ajeno a todo lo que acontece en la vida pública.

Si la ciudadanía no tiene a bien demandar que se acabe con la endogamia y el amiguismo, no sólo en los ámbitos políticos, sino también en los académicos, si tampoco impone a todos los medios de comunicación una mínima imparcialidad en la información y en la opinión, si sus preferencias por la llamada telebasura son inequívocas, y así un largo etcétera, ¿cómo cabe esperar que la escuela sea ajena a todo ello? ¿Acaso no hay un sector no minoritario de la población estudiantil que vive en hogares donde la mayor diversión familiar es la escoria televisiva que malvende su intimidad? ¿O es que esa misma población estudiantil no respira el mismo aire viciado que da la espalda al esfuerzo, a la inteligencia y a la honestidad, al tiempo que desprecia el conocimiento, inaccesible e inalcanzable sin todo lo anterior?

Estoy de acuerdo también con Argullol en que los estudiantes son los menos responsables del actual estado de cosas. Esponjas que absorben los afanes del momento, que viven en un mundo en que lo que más se admira no es el tesón, ni la honestidad, es decir, donde la excelencia está proscrita, ¿con qué cuajo cabe conminarlos a que se conduzcan de otra forma y a que apuesten por el saber que no se consigue sin estudio y sacrificio?

Es innegable que las grandezas y las miserias que hay en la vida pública de un país guardan mucha relación con el grado de exigencia o de laxitud de una ciudadanía que, en democracia, además de libertades, tiene también responsabilidades.

¿Cómo se va a forjar ciudadanía sobre la base de todo lo que está aconteciendo? ¿Cómo es posible que, desde ciertos ámbitos, que se mira para otro lado ante todo lo que llevamos expuesto, se muestre alarma ante unas consecuencias inevitables cuyas causas no se pretenden en modo alguno combatir?

Creo que fue Renan quien consideraba que para forjar un país la base era la escuela. Muy bien, ¿pero qué escuela? Si lo que la sociedad quiere son guarderías con un profesorado humillado y ofendido, en lugar de centros donde se aprende, los resultados no pueden ser otros que los que arroja el Informe Pisa.

Todo lo demás es demagogia de saldo.