Las emociones desatadas por la permanencia rojiblanca fueron grandes: no del mismo calibre de cuando el último ascenso, pero casi. Se diría que hubiéramos conseguido por lo menos la Copa Libertadores, que eso, sin ser equipo de país hermano latinoamericano, tiene que ser hazaña de marca mayor. Según noticias, los remojones en el anzuelón de cemento de Begoña han sido los últimos. Hasta hemos asistido al lamento del Frankenstein de la criatura por la desaparición de semejante estafermo. La llorada del arquitecto artista, Aranda, recuerda las de esos familiares del delincuente que, a la puerta del Juzgado, informan al mundo de que, dejando sus delitos aparte, estamos ante una buena persona y que mandarlo a la trena es una tremenda injusticia. Dijo el autor de la cosa que los de mi pueblo ya nos habíamos acostumbrado y que ahora ya no nos ofendía su presencia. No es así, seguía ofendiendo: el diseño para la reforma del paseo de Begoña fue un error sin paliativos, por lo que si ahora desaparece otra de sus negativas consecuencias, no pasa nada, salvo la sensación de alivio.

Uno de los argumentos de Aranda en defensa de su obra -el que la fuente fuera precisamente elegida por la forofada para sus baños rituales- es pobre. Su única virtud para tales liturgias radicaba en su fácil acceso, en la falta de profundidad del vaso y, en fin, en su céntrica situación. Puesta la costumbre, cualquier fuente sirve si reúne las características adecuadas de situación, accesibilidad y practicabilidad, como la de Pelayo.

Otra desaparición, de cariz más enjundioso, ha concitado también los lamentos de los Frankenstein de turno. Por un lado, los de quienes encontraron en el ejercicio de la violencia un método formidable para mantener en el tiempo una agonía mercantil, so capa de un fin de indudable interés social como es la legítima defensa de los intereses de los trabajadores y que, llegados a estas alturas, se ha demostrado palmariamente que, en lugar de ganar tiempo, lo hemos perdido colectivamente de forma miserable: los recursos del procomún puestos en mantener viva, aunque en estado vegetativo, esta compañía, al igual que otras similares, han sido un ejercicio de irresponsabilidad colectiva. Y, por otro, hemos asistido a los lamentos de los ya no tan jóvenes notarios de la actualidad que, añorantes de la juventud evaporada, con la elegía inmoderada lo que estaban haciendo era su particular intento de reverdecer los laureles de sus primeros escarceos profesionales. A unos y a otros, a todos, nos ha venido a poner en nuestro sitio a gente de Lakshmi Niwas Mittal: hay cosas con las que no se juega. Si no se venden ni cortos ni largos, aquí se cierra un horno alto y ni conflicto con las industrias auxiliares de Arcelor ni pamplinas. El susto por el aviso de que de seguir así las cosas, se cerraría el que queda funcionando, pilló a los aprendices de brujo a contrapié: el horno -alto, bajo o mediano- no está para bollos.