Miguel Pardeza Pichardo (La Palma del Condado, Huelva, 1965), el menos ilustre de los componentes de la Quinta del Buitre, pero también el más ilustrado, es el primer conejo sorprendente que Florentino extrae de la chistera de la nueva singladura madridista. Aunque Pardeza, más que un conejo o un ratón se antoja una metáfora: doctor en Filología Hispánica, es sin lugar a dudas quien mejor conoce en este país la vida y la obra literaria de César González Ruano, «imperator» del articulismo español del pasado siglo y objeto de la tesis doctoral del nuevo director deportivo del Real Madrid. Pardeza redescubrió al escritor que pone nombre a uno de los premios periodísticos más reputados, aquel que consiguió en la primera mitad del siglo XX, «dicen que por pura necesidad económica», que la literatura encontrara acomodo en los periódicos.

Pardeza, como Guardiola o Valdano, pertenece a esa rara especie de ex futbolistas que leen otra cosa que no sea el «Marca» o el prospecto de los compuestos vitamínicos que los médicos de los clubes suministran a los jugadores en pretemporada. De este menudo delantero que un día escribió que cuando se muera «quiero que me metan en la tumba "El Quijote", la poesía completa de Quevedo, los cuentos completos de Borges, "Rayuela" de Cortázar y las "Sonatas" de Valle-Inclán, por si me despierto algún día tener algo que leer», dijo su nuevo jefe, Jorge Valdano, que «es un intelectual de verdad porque le dedica su vida al pensamiento. Yo mi vida se la dedico al fútbol y no soy más que un buen curioso». Si Valdano tilda de intelectual a Pardeza, pónganse en lo peor: antes de cada conferencia de prensa de la próxima temporada, el club de Chamartín deberá distribuir entre los plumillas un tratado de hermenéutica. Mejor así a que los futbolistas respondan siempre lo mismo porque los periodistas preguntan lo mismo siempre. Con estos dos personajes al micrófono, el tópico dejará de ser un buen refugio para eludir los conflictos.

De Pardeza cuentan que es devoto, a partes iguales, de Maradona y de Borges, dos argentinos que cada uno en su especie coincidieron en apuntar que Dios es redondo o, al menos, esférico. Tanto o más que por sus goles en el Madrid y en el Zaragoza y por sus aciertos como ejecutivo futbolístico, Pardeza encuentra acomodo en las hemerotecas por su monumental reivindicación de la figura de González Ruano, aquel escritor de periódicos, autor de más de treinta mil columnas, por cuya necrológica le otorgaron a Jaime Campmany el «Mariano de Cavia».

Algo había de futbolero en Ruano que llamó la atención de Pardeza futbolista, tanto como el articulismo literario al Pardeza filólogo. González Ruano, madridista confeso que vivió a cuerpo limpio sólo de su pluma, publicó varias entrevistas a futbolistas en 1954. Interrogó para distintos periódicos de la época a Di Stéfano, Samitier, Kubala... incluso a Santiago Bernabeu, de quien escribió que «es hombre grande y fuerte, pesado y raramente ágil, con cara cazurra, entre bondadosa e irónica, nariz acaballada, pero muy corta, y ojos vivos, que siempre parece que van a preguntar algo». A la Saeta Rubia le preguntó, en celebrada interviú, si leía, a lo que Di Stéfano respondió que «bastante, por lo general historia y biografías». «Y también escribo», añadió el futbolista. Ruano se sorprendió: «Caramba, ¿y qué escribe usted?». «Cartas», contestó la mayor gloria del madridismo, de verbo lacónico como una pedrada, «con un terrón de azúcar tirado al café de pronto», que diría el autor que ayudó a que Pardeza se doctorara frente a la cátedra universitaria como antes lo había hecho sobre el césped del Bernabeu, sometido al escrutinio dominical del sanedrín merengue.

En una época de romanticismo futbolístico y balones duros como pedernales, Ruano trabó amistad con jugadores destacados, la mayoría de ellos madridistas, como José María Muñagorri, extremo derecho, argentino de padres vascos afincado en Madrid desde la infancia y hecho al fútbol al modelo del Colegio del Pilar, o Juanito Monjardín, extremo derecho de fina estampa al que lloró el Bernabeu al perder la vida en accidente de tráfico cuando regresaba de una cacería. Casi como una premonición, en enero de 1964 escribía Ruano en «ABC» una reflexión aplicable al fútbol actual, como si las frases de entonces se las dictara, décadas después, su hagiógrafo Pardeza: « Hoy el futbolista es casi un acróbata. No sé bien por qué el fútbol, como casi todos los deportes, está tan separado de lo intelectual entre nosotros. El futbolista, muchas veces, es universitario y no está tan lejos del mundo intelectual».

En 1949 le encargan a Ruano una crónica del Atlético de Madrid-FC Barcelona disputado en el Metropolitano, y la resuelve con maestría. Resulta también celebrado el artículo que dedica al costumbrismo de las quinielas como mezcolanza de lógica y magia a raíz del éxito de un carnicero cántabro que ganó 1.200.000 pesetas con los catorce aciertos tras pronosticar la derrota del Racing de Santander ante el Sporting de Gijón en El Sardinero.

El acercamiento de los intelectuales al fútbol, antaño deporte bárbaro, no es flor de un día. En 1971, Pier Paolo Pasolini relacionó la final de la Copa del Mundo de 1970, que enfrentó a Italia con Brasil, como una disputa entre la prosa y la poesía. La musa poética, por supuesto, revoloteaba por encima de la cabeza de Pelé, Gérson o Jairzinho. Aunque nadie tan osado como el mexicano Juan Villoro, que se atrevió con una alineación literaria en la que Camus ejercía de guardameta, con Dostoievski y Tolstoi como centrales y Faulkner y Hemingway oficiando de carrileros. De cinco argentino, en el medio centro, Borges, con Cervantes como organizador y Nabokov de mediapunta. Y en la punta de ataque, Kafka, Italo Calvino y Chéjov.

Dicen que a González Ruano le gustaban las experiencias canallas. En su nuevo cometido de despacho, a Miguel Pardeza le toca de principio la canallada de poner de patitas en la calle a no menos de seis o siete futbolistas del Madrid que no tendrán cabida en el nuevo proyecto mesiánico del florentinato, en el que Valdano oficia de profeta y Pardeza de arcángel justiciero y a fuego que firmará las condenas de los reos de pantalón corto del año en que un Madrid calderoniano vivió peligrosamente.