Ayer, día 13 de julio, se cumplieron doce años del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Me da igual el tiempo que haya pasado desde ese día porque el horror que siento al recordar aquellas horas sigue siendo el mismo. La muerte, aun cuando se muestre misericordiosa, siempre es terrible; pero cuando es injusta, abusiva y, lo peor de todo, programada, deja de tener un adjetivo que la describa para pasar a ser un sentimiento de vacío en el mismo centro del alma.

No he podido olvidar aquellas horas del mes de julio de 1997, en realidad no he querido hacerlo. Se podrían perdonar, teniendo en cuenta la magnitud de los daños producidos y el arrepentimiento de quien los ha causado, delitos que tienen un nombre concreto: los errores, la ira desmedida, la ofuscación pasional? La frialdad que se requiere para tener delante de ti a un ser humano durante cuarenta y ocho horas, viendo su sufrimiento, sintiendo el olor de su miedo y sabiendo que la fragilidad acaba siendo la característica que más nos representa en nuestros últimos momentos, acabar con la vida de ese hombre indefenso a una determinada hora programada, eso? no tiene nombre. Y el hecho de que en España haya habido personas capaces de hacerlo, no debemos olvidarlo mientras una sola enseña, un solo individuo o una sola frase pintada en una pared nos lo siga recordando.

Son muchos los atentados que ha perpetrado esta banda asesina desde que tengo memoria de su existencia. Tantos que, y no sabéis cómo me avergüenza reconocerlo, ya no me causa el mismo horror que al principio cuando un telediario se abre con la noticia de un nuevo asesinato porque el estruendo de la sinrazón ha matado y herido a varias personas. Pero aquellas horas del mes de julio? Nunca me había enfrentado a algo así; saber que había un hombre esperando su propia muerte mientras era consciente de ello cada uno de los segundos que tuvo que esperarla me hacía sentir la impotencia del testigo de una tortura que es incapaz de impedir. Cuando a las cuatro de la tarde de aquel día los televisores se quedaron mudos y las pantallas estáticas en un color azul que tan pocas esperanzas auguraba, no sólo fue mi percepción de la realidad la que pareció desdibujarse, creo que fue la de todos los españoles; no creo que sólo fuese mi estómago el que se contrajo, porque la lógica me decía que en ese preciso instante estaban matando a un hombre a sangre fría.

No sé si se podría, siempre que las circunstancias demostrasen que es lícito hacerlo, perdonar un acto de barbarie semejante; pero olvidar?, olvidar que en España ha habido hombres y mujeres capaces de cometer un acto de terror semejante, no creo que debamos olvidarlo nunca.