Dejó escrito Ortega y Gasset que en España nos faltó el gran siglo educador, lamentándose de la escasa consideración social de que gozaban los enseñantes. En efecto, sobre la condición de la mayoría de los maestros en el siglo XIX era frecuente que aparecieran en la prensa noticias de este tenor: «Los maestros piden limosna y pasan hambre. Nuestros infortunados maestros van pregonando con su miseria las desdichas de este país ingrato con los que mejor le sirven».

El prestigio del maestro mejoró sustancialmente con la Segunda República: pasó a ser el alma de la escuela. Se decía entonces que sin buenos maestros, todo lo que se hiciera en beneficio de la enseñanza resultaría estéril.

Durante el franquismo, las autoridades reclamaban para los profesores una especial consideración «por el cargo que desempeñan y el título que ostentan». Y en uno de los artículos de la vigente Ley Orgánica de Educación (LOE) se dice que «las administraciones educativas velarán por que el profesorado reciba el trato, la consideración y el respeto acordes con la importancia social de su tarea». No dejan de ser simbólicos reconocimientos institucionales.

Desde distintos sectores se reclama hoy mayor autoridad para los profesores. Uno de los sentidos del concepto de autoridad es el de un saber socialmente reconocido. Un saber basado en el trabajo, la dedicación, la profesionalidad, la obra bien hecha, mientras que la potestad se refiere a un poder legitimado e institucionalizado: otro modo de autoridad que se ejerce aplicando una coerción exterior.

Se han compendiado estos dos conceptos -autoridad y potestad- en la llamada «autoridad educativa», ya que para desempeñar su tarea el profesor no sólo precisa dominar el saber propio de su oficio, sino que también se ve obligado a llevar a cabo determinadas acciones coercitivas para mantener una imprescindible disciplina en el aula: corregir, obligar, forzar, imponer.

En tal sentido, el Congreso de los Diputados ha rechazado la semana pasada una proposición de ley del Partido Popular, apoyada por Unión Progreso y Democracia de Rosa Díez, para que los profesores, «víctimas con frecuencia de insultos y agresiones de los alumnos y de los padres», fueran considerados autoridad pública en el ejercicio de sus funciones.

De haberse aprobado tal iniciativa, los profesores, igual que otros funcionarios del Estado -jueces, policías-, contarían con una protección especial. La agresión a uno de ellos está tipificada con penas que oscilan entre dos y cuatro años. Además, en caso de versiones contradictorias, la autoridad pública tiene presunción de veracidad. A grandes males, grandes remedios

Creo, sin embargo, que la mayoría de los profesores se conformaría con poder impartir razonablemente, sin sobresaltos, sus clases diarias. Para conseguirlo, las autoridades docentes deberían corregir una normativa disciplinaria muy deteriorada en los últimos tiempos: muy garantista para los alumnos en detrimento de la autoridad del profesor. De momento se podría empezar por ahí.