Es curioso, pero cada vez que algún miembro de la Policía Municipal se acerca a un colegio para trabajar con los niños la educación vial y les explica qué significa el código tricolor del semáforo, al llegar al ámbar y comentar que al verlo hay que comenzar a frenar porque inmediatamente después llega el rojo, que es una señal clara de peligro e indica la necesidad de permanecer quieto hasta que se vuelva a tener luz verde, pues bien, invariablemente siempre hay un amplio grupo de niños (los más pequeños, que suelen ser los que tienen menos picardía) que insisten, a voces incluso, en explicarle al policía que en naranja hay que acelerar para que no te pille el semáforo en rojo, ya que su papá o su mamá lo hacen siempre. ¿Cómo contradecir a la autoridad más grande en esa época, a la familia?

No debería sorprendernos que este concepto se extrapole a otros aspectos de la vida.

Nos cuesta entender que una señal de alarma, si es ligera y no entraña riesgos aparentes, puede ser la última oportunidad para cambiar algo. Nos ocurre con las relaciones personales y, sobre todo, con el deterioro físico, con enfermedades como la diabetes o el colesterol. No tengo suficientes dedos en las manos para contar a todas las personas que conozco que ante diagnósticos de este tipo no se sienten realmente en peligro porque no tienen síntomas demasiado molestos. Uno ha acelerado tantas veces sin que haya pasado nada que realmente se convence a sí mismo de que todo seguirá igual. Pero si pasamos el semáforo en rojo nos arriesgamos a un choque siempre, aunque alguna vez hayamos tenido la suerte de que no fuese así.

Todas estas consideraciones vienen a cuento en realidad por una circunstancia que vengo observando desde hace mucho tiempo, y es la de los semáforos que permanecen en un parpadeante anaranjado para los vehículos mientras muestran el rojo o el verde para los peatones, suelen estar en cruces. En nuestra ciudad al menos hay bastantes en curvas con poca visibilidad para los coches. Siguiendo la lógica del código de circulación, el conductor debería disminuir la velocidad al ver la señal de precaución para comprobar que no cruza ningún peatón y puede seguir la marcha, pero como la lógica que aplicamos es la otra no es la primera vez, ni será la última me temo, que me veo sorprendida en medio del paso de peatones por un vehículo cuyo ocupante me pone mala cara porque su semáforo está en ámbar, pero no ve el mío, que está en verde.

En fin, que parece que las mismas señales no significan lo mismo para todos. Será eso que dicen del eterno problema de la incomunicación humana.