Soy de los que piensan que Jaime Gil de Biedma fue de los más grandes literatos que ha tenido España en los últimos años pese a que nunca recibió un premio de importancia. Por ello fui raudo a ver la película «El cónsul de Sodoma», basada en la vida del poeta segoviano, pese a la catarata de críticas desfavorables recibidas. No es una gran película, pero sí me pareció que el director había reproducido de forma probablemente veraz una secuencia importante de nuestra historia reciente: las peripecias de lo que se llamó la «gauche divine» barcelonesa, que tuvo su apogeo en los años sesenta y setenta del siglo pasado. La «gauche divine» fue una constelación de jóvenes artistas y profesionales liberales que reconectaron España con el mundo cultural desarrollado en las postrimerías del franquismo. Eran parte de una élite económica y social con mala conciencia de su estatus del que casi nunca estuvieron dispuestos a desprenderse. Gil de Biedma compró una casa en un pueblecito ampurdanés llamado Ultramort y allá se fue a morir rodeado de nostalgias: «Una casa desierta que yo amo, a dos horas de aquí, me sirve de consuelo».

«El cónsul de Sodoma» plantea cuestiones de cierta relevancia. En primer lugar y ante el navajeo mediático entre el productor y los amigos del poeta, que tildan a la película de falsa y amarillista, no puedo por menos de sorprenderme ante el interés que se presta a estas polémicas entre escritores y la miopía que sigue existiendo ante los científicos. Las memorias de James Watson, descubridor del ADN, tituladas «Genes, chicas y laboratorios» han pasado con más pena que gloria mientras Juan Marsé y otros de la «pandilla divine» andan a tomatazos en prime time por resguardar el honor de la bragueta de Biedma surgido «de un sótano más negro que mi reputación». Como en «Tómbola».

Pero lo más reseñable de la polémica entre Sigfrid Monleón (director del filme) y el productor con los amigos de Jaime Gil, Marsé a la cabeza, es la constatación de la importancia que nuestros referentes culturales íntimos tienen para nuestra economía psíquica. Podemos criticar a nuestros héroes. Pero ¡ay de aquel que ose hacer lo mismo sin nuestro permiso!, ¡que se prepare! A veces hay hechos que juzgamos íntimos que pasan al dominio público sin que podamos asumirlo. De ahí el enojo. A poco que se conozca de Jaime Gil, ¿qué tramo de su vida no había contado ya en sus versos cuando llegó a Ultramort «como un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia»?

Sorprendente que se enfade Juan Marsé. ¡Marsé!, que retrató como nadie a la «gauche divine»: «Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, generoso y hasta premiado con futuro político, y todos como lo que eran: señoritos de mierda». Urge preguntarle al gran Marsé qué parte de su expresión señoritos de mierda es la que no ha comprendido.