Muchas gentes de bien han opinado y opinarán en los próximos tiempos sobre la fulminante y alevosa destitución de don José María Naveiras Escanlar como director del Museo Etnográfico de Grandas de Salime; seguramente, todos ellos con mayor conocimiento, mayor autoridad y, por qué no, con mayores derechos afectivos que los míos. Pero sobre este hecho que ha conmovido a la sociedad asturiana en general y a la grandalesa en particular yo también quiero aportar algunas sentidas consideraciones.

He de reconocer que tardé en integrarme en la causa de Pepe el Ferreiro, porque la conocía vagamente desde fuera e incluso había recibido información muy sesgada e interesada; cuando entré por primera vez en el corazón del museo, cuando su director habló mirándome a los ojos, comprendí todo. Desde entonces soy un entusiasta de todo aquello que rodea a Grandas, llámese castro, central, embalse, museo, «festoas», paisajes y -sobre todo- paisanaje. Ya escribí hace tiempo que el Ferreiro es alma, impulsor, esencia, conciencia, animador, director y cuantas figuras entrañables podamos imaginar de aquel incalculable tesoro al que no hace mucho Pedro de Silva, en su «Memoria de pros y peros», calificaba como uno de los activos económicos y sociales del concejo, sentenciando «y todos allí lo saben».

No existen, y el que sí lo vea es que nunca ha estado allí o simplemente es que tiene sus facultades mermadas, un museo y un ferreiro. En la naturaleza las simbiosis liquénicas nos enseñan lo que es la indisolubilidad de un ser vivo configurado como la unión íntima de otros que si separásemos podríamos mantener de forma artificial, pero, eso sí, perdiendo toda su esencia y razón de ser. Un poema sobre los líquenes del premio «Príncipe de Asturias» 2002, Hans Magnus Enzensberger, puede ilustrar estas impresiones sobre el Ferreiro: «Son el más lento telegrama de la tierra», dice uno de sus versos. Entre los miles de cachivaches que le rodean, Pepe traduce la vida rural de nuestros antepasados llegando a trasmitir al interlocutor un mensaje culto, vivo, esperanzador y de futuro.

Para la reflexión colectiva, quisiera perfilar un supuesto que nunca se dio (ni podría darse dadas las férreas convicciones del personaje). Si José Naveiras hubiera desarrollado su idea desde lo privado, en vez de ofrecerla a lo público, hoy estaríamos ante otra situación. Habría conseguido mayores inversiones públicas, hubiera podido cacear en programas de desarrollo rural en beneficio propio, hay ejemplos muy cercanos en el propio municipio, y los que hoy lo expulsan clamarían por fotografiarse a su lado descubriendo placas, inaugurando salas e intentando ganar adeptos, léase votos. Creo que este rasgo de generosidad y apuesta por lo público desvela la bonhomía de Pepe el Ferreiro.

Ahora un consejo de sabios, le dicen consorcio, sin unanimidad ni entre los que son socios de gobierno, extemporáneamente y desde la distancia capitalina, ha desposeído al museo de su alma y de su memoria. Las vagas explicaciones que han intentado dar los artífices de los votos fratricidas para justificar este hecho, unidas a desprecios, descréditos y balbuceos, no han hecho sino quebrar las relaciones sociales grandalesas, pues han revelado que tras la destitución no hay nada más que codicias locales, contiendas de caleya y desatinos. Los asturianos agredidos nos contamos por millares y el movimiento social despertado dará que hablar durante mucho tiempo.

Hace ya muchos años, allá por 1879, cuando en pos de una presunta modernización urbana la piqueta pública acabó con la vida de un viejo y añoso roble que molestaba a las pretensiones modernistas municipales, los ovetenses se movilizaron y acabaron por ser apodados con el gentilicio de carbayones, como es sabido; más de 70 años después otra Corporación municipal instaló una placa expiatoria en el lugar del suceso.

En Grandas de Salime, en la avenida del Ferreiro -no confundamos, a pesar de la coincidencia no había sido dedicada a Pepe-, han talado una «sufreira», un primo hermano de los robles al que la evolución concedió una gruesa y rugosa piel -el corcho-, para superar los ataques del fuego y de otras agresiones naturales; bajo esta aparente rusticidad se esconde un tejido rojo que cual sangre revela el sufrimiento del árbol cuando la mano humana lo descorteza. Hoy el Museo Etnográfico llora, sufre y se desangra, quieren sustituirlo por un vulgar eucalipto. Debajo de la placa de su calle, algunos recordamos que llegó a llamarse de José Antonio Primo de Rivera, vuelven a manifestarse los fantasmas del pasado. No quisiera que dentro de muchos años, cuando apenas sobreviva algún niño de los que vieron al Ferreiro inmerso en su Museo, los dirigentes políticos de entonces acuerden instalar una lápida con letras doradas en señal de desagravio.

A pesar de que las heridas son muy profundas, aún hay soluciones satisfactorias si se abordan con imaginación y respeto, e incluso antes de que la justicia pudiera pronunciarse o los ciudadanos obrar en consecuencia. Rectificar, dicen, es de sabios; los miembros del famoso consorcio museístico que dilata tanto sus cenáculos tienen en sus manos la inmediata revisión de sus actos. Y si no, el Parlamento regional puede recomponer la situación, como muy bien saben los responsables de la entidad financiera que coadyuvó con su voto a la defenestración del Ferreiro. Mientras tanto, todo parece indicar que el ocaso del rey sol, como debe ser, se está iniciando hacia Poniente. Pepe, ¡haxa salú!