Leía esta semana, no sin asombro, que al parecer estos días de atrás Gijón ha registrado descensos históricos de la marea. La culpable, según la información que daba este diario el miércoles, ha sido la coincidencia de las altas presiones atmosféricas y las mareas equinocciales, lo que ha hecho que el reflujo de la marea, que aunque suene a algo gástrico no es más que la bajamar, alcance su máximo punto de retroceso. Y decía que leía la noticia con asombro, porque cuando yo era guaja y vivía mirando al mar, no era ni mucho menos extraño que el muelle se quedara en paños, o aguas menores, enseñando montañas de ocle y restos de bicicletas oxidados junto a los barcos que, ya sin agua, reposaban de un costado sobre la arena de la dársena. Y de aquella eso era habitual y, por tanto, lo normal; una cualidad que se suele atribuir a cosas que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajustan a ciertas normas fijadas de antemano. Sin embargo, si esas normas cambian, también se puede alterar la percepción que tenemos de esa realidad. Algo que parecen haber aprendido pronto los medios de comunicación, cada vez más afanados en encontrar lo excepcional.

Si existe una rara avis en la sociedad del espectáculo, esa es la normalidad. Tanto, como para acudir al Instituto Oceanográfico en busca de respuestas, de datos que expliquen y aclaren por qué estos días la playa parece más grande. Y la verdad, yo que trabajo junto a San Lorenzo, que bordeo el arenal gijonés varias veces al día, he de confesar que sólo tras leer el periódico reparé en tal situación. Hasta ese momento, que hubiera mareas muy bajas a mí no me había llamado la atención. Como mucho, tema de conversación para salvar un silencio incómodo en algún que otro ascensor que, ya se sabe, es templo de la conversación intrascendente donde el tiempo o el estado del portal del edificio adquieren enormes dimensiones. Las mismas que los medios han sabido explotar con el filón de la climatología, protagonista en Asturias este mes, en el que hemos conocido casi minuto a minuto el color de la alerta en la que estaba la comunidad, el número de litros de lluvia que habían caído por metro cuadrado y demás datos atmosféricos, claramente vitales para saber qué calzado debíamos ponernos al día siguiente. Y aunque los expertos se afanaban en decir que era lo normal, que simplemente estábamos en invierno, el solo hecho de verlo reflejado en los medios de comunicación nos daba esa sensación de estar viviendo algo extraordinario. Por eso me llama la atención que estos días en los que Gobierno, oposición y socios perennes están debatiendo la necesidad de retrasar dos años la edad de jubilación, aún no haya encontrado una noticia que dé cuenta de reacciones fuera de lo normal. Y eso sí que me produce reflujos gástricos y otras molestias, porque aún estoy asombrada de que no hayan salido a la calle a quejarse hordas de casi jubilados, jubilados y jóvenes becarios, de esos de 40 años envejecidos y eternizados en másteres, posmásteres, doctorados y diferentes grados de inglés, que tratan de insertarse sin éxito en el mercado laboral. Porque sólo se está hablando de retrasar la edad de jubilación, pero nada de la edad a la que se empieza a trabajar. Ahora lo excepcional es terminar la carrera y comenzar a cotizar. Pero eso no es noticia, porque ya es algo normal.