Hubo una muy larga época en la que la persona que estaba investida de autoridad castigaba a sus subordinados. Y todos pegaban. El padre, al hijo; el amo, al criado; el sargento, al soldado raso. Y el maestro, a los niños para enseñar, infundir respeto y mantener la disciplina. Bien es verdad que hasta no hace mucho el castigo físico en la escuela no tenía las connotaciones de infamante ni humillador. Si nos centramos y seleccionamos testimonios literarios españoles, de autores bien conocidos, en contra de lo que hoy es excepcional y objeto de sanción penal, que los viejos maestros aplicaban a rajatabla, de igual modo que lo hacían nuestros vecinos europeos más próximos, el principio o máximo de «la letra con sangre entra». Veamos. En su obra «Sinfonía pastoral», Palacio Valdés cuenta la historial del rico indiano Antón Quirós y dice de él: «El niño era despierto, fuerte, valeroso y harto de sufrir las palizas del maestro, manifestó empeño en partir para Cuba». Y pasado el tiempo, tras el retorno, sigue el relato: «Cuando Antonio Quirós se encuentra con fray Ceferino González» (personaje real del que sabemos fue cardenal de Sevilla y posteriormente de Toledo) éste último le dice al primero: «¡Cuánto hemos comido juntos, Antón! ¡Cuántas anguilas hemos pescado debajo de las piedras del río... y cuántas hemos dejado escapar! ¡Cuántos mirlos hemos cazado, cuántas manzanas verdes hemos hurtado, cuántas castañas hemos asado...! ¡y cuántas palizas hemos llevado! Tu padre, que era el maestro, me las tiene dadas soberanas. Pues a nosotros, sus hijos, nos las daba más flojas». Los nuevos sistemas pedagógicos no habían penetrado aún en Villoria. El maestro del que nos habla Pereda en su obra «Surum cuique tribuere», que hacía de secretario del Ayuntamiento, decía Pereda que su diestra no suelta la tremenda palmeta de cinco agujeros. Pereda le llama sanguinario pedagogo. Y añade que en la escuela había un «zurriago» (látigo de cuero o cordel) que «preparado para los grandes lances, estaba colgado en la pared, detrás de la mesa», afirmando que cuando el maestro retorne de sus trabajos municipales y se encuentre con su escuela convertida en un campo de Agramante, se producirá una verdadera carnicería, porque al observar el desorden escolar «siguiendo la costumbre de otras veces, no deja cara donde no señale sus dedos, ni nalgas sin cruzar, a telón corrido, con el inexorable zurriago, ni orejas, sin estirar medio palmo, ni manos que no recorra zumbando su palmeta (tabla pequeña, redonda, con un mando para dar golpes en la palma de la mano)». El mismo Pereda, en «De tal palo tal astilla» se refiere a otro maestro, el de Valdecines, de quien asegura que no iba a la zaga de su paisano, empleando para el castigo tanto la «pauta» como «el puntero». Omitimos que Palacio Valdés recordaba «las varas de avellano» utilizadas por otro maestro, de nombre don Juan. Y Alarcón, en «Un maestro de antaño», cita al suyo, don Carmelo Clavijo, si bien oculta su nombre con otro imaginario. Y cita los medios o instrumentos de castigo: Poner al niño de rodillas: darle correazos sobre la ropa; empleo de la palmeta, colgarle durante horas un cartón en que aparecía dibujado un burro o darle azotes. Digamos que Hartzembusch, en verso, en el siglo XIX, en su fábula «El maestro y las velas» tuvo la valentía, para su tiempo, de reprobar toda clase de castigos corporales, de los que eran víctimas los niños de las escuelas.