Un compañero de oficio me pregunta si no voy a escribir nada sobre el gesto obsceno que don José María Aznar dedicó a unos jóvenes que lo increparon durante un acto político celebrado en un local cedido por la Universidad de Oviedo. Sinceramente, no pensaba hacerlo porque no me gusta arriesgarme a perecer atropellado en un tumulto periodístico. Al minuto de producirse el suceso, una legión de opinadores se lanzó a destripar el acontecimiento desde todos los puntos de vista posibles. Ya lo dije alguna vez, los habituales comentaristas de los periódicos (entre cuya fauna me encuentro) suelen proceder como los buitres. Nos pasamos el día ojo avizor, dejándonos mecer por las corrientes de aire allá en lo alto, y cuando detectamos la carroña nos lanzamos sobre ella para destrozarla a picotazos. Como soy un buitre poco agresivo y (debo confesarlo con rubor) algo vegetariano, detesto estos festivales sangrientos de eventraciones y desgarros tumultuarios, y procuro acudir al final del banquete cuando ya apenas queda nada por comer. Doy unos picotazos de cortesía sobre los huesoso mondos y lirondos y me retiro discretamente. Los buitres vegetarianos debemos andarnos con cuidado para que no nos retiren la licencia por falta de afición a la carne podrida. En el caso del gesto obsceno del señor Aznar ocurrió algo parecido. Cuando quise reaccionar, la fotografía del ex presidente del Gobierno, haciendo un gesto de fálico desprecio con el dedo corazón de su mano izquierda, ya daba la vuelta al mundo y no hubo ángulo desde el que no fuera analizada con todo detalle. Para unos fue un acto maleducado e impropio de una personalidad política a la que se supone acorazada contra cualquier clase de impertinencia. Para otros, una manifestación más de arrogancia en quien tiene una acreditada trayectoria de actitudes despectivas y algo chulescas. Eminentes filólogos entraron a discernir si la expresión correcta para definir lo que Aznar había hecho era una «peineta» o una «peseta», porque bajo esas dos denominaciones se la conoce. Y documentados historiadores buscaron antecedentes de la obscenidad en Sófocles, en Calígula y en la célebre batalla de Azincourt, aquel duelo que se decidió a favor de los arqueros ingleses. En cambio, sus correligionarios asturianos lo disculparon alegando que «la reacción había sido humana». El argumento es delicioso y omnicomprensivo. Todas las reacciones de los humanos son -naturalmente- humanas. Desde ese punto de vista, un homicida bárbaro que mata a hachazos a toda su familia no deja de protagonizar una «reacción humana», por mucho que nos horrorice su conducta. Por supuesto, el caso de Aznar no es equivalente, pese a que muchos han exagerado, de forma un tanto hipócrita, la importancia de su gesto. La rigidez deliberadamente ofensiva del dedo de Aznar está en consonancia con la rigidez general de su forma de ser, siempre excesivamente almidonada, siempre profusamente engominada, siempre al borde de la irritación, incluso cuando sonríe por debajo del bigote. Pero, ¿qué podemos esperar de un hombre que hace dos mil abdominales diarios para darle rigidez a la barriga, camino de los sesenta años? Francamente, de todos los gestos que ha hecho Aznar en público en los últimos años, el de Oviedo me parece el menos obsceno. Me resultó mucho más vergonzoso el que protagonizó en la famosa foto de las Azores, cuando se dejó retratar junto con Bush y Blair, en la condición de abrecoches del Imperio. Aquel sí que fue un corte de mangas, una peineta, una higa, o como quiera llamársele, contra la sensibilidad de la mayoría social del país.