Hace ya algunos meses uno de los participantes en el Rally «Príncipe de Asturias» declaraba a LA NUEVA ESPAÑA algo así como que nuestra tierra le recordaba a su Polonia natal, aunque aquí -decía- los árboles eran más pequeños; una precisa afirmación que, al recordarla, me da pie para hablar de nuevo de nuestros bosques.

La mayor parte del territorio asturiano que está cubierto por arbolado lo está desde hace relativamente poco tiempo, hablando en términos de longevidad arbórea, por lo que es muy raro que en nuestra tierra podamos admirar grandes ejemplares. Salvo honrosas excepciones, que las hay, nuestros bosques naturales actuales vienen a ser el resultado del abandono de tierras agrarias o la evolución de pastos marginales, que, poco a poco, han sido recolonizados por los árboles que durante milenios fueron castigados por el fuego, para generar praderas, o por el hacha perseguidora de leña o madera y, más modernamente, por minas a cielo abierto, escombreras, repoblaciones con especies foráneas y eso que se llaman modernas infraestructuras.

Así las cosas, la posibilidad de admirar árboles -autóctonos o no- de gran talla deviene en un hecho sorprendente en Asturias; ¡si hasta nuestros parques más señeros sufren desde hace años de podas y desmoches, en una especie de afán por desfigurar sus siluetas!

Hay algo que parece molestar en esta santa tierra y que no ocurre en otros lugares (Portugal y León, sin ir más lejos). Disfrazado con alguna excusa fácilmente rebatible (facilitar la pesca, peligrosidad para viandantes, impedir alguna vista, ser foráneos, etcétera), el dedo acusador apunta continuamente a grandes árboles y, poco a poco, van cayendo.

Un par de ejemplos pueden clarificar lo que estoy diciendo. Hace relativamente poco tiempo un conjunto notable de chopos -40 a 60 años-, que vivían en la orilla del Nalón, en Soto de Rey, fue arrasado, destrozando en su caída gran parte de un bosque de ribera que albergaba una floreciente comunidad de aves acuáticas, algunas más que raras en nuestra región y de las que los ornitólogos esperábamos un futuro reproductor (alguien dijo que es que los árboles podían caer sobre los paseantes de una moderna senda fluvial). La última vez que me acerqué a Muniellos contemplé con gran pena cómo faltaban otros grandes chopos de la orilla del río en Tablizas; seguramente les llegó la muerte por ser alóctonos o por quitar vistas al bosque. Aquellos árboles estaban cubiertos por varias especies de grandes líquenes foliáceos, tan sensibles a la calidad del aire que han desaparecido de extensos territorios europeos; incluso en algunos países civilizados hasta los investigadores están intentando reintroducirlos; ¡si al menos se hubiera donado tan gran biomasa de seres vivos a alguna institución científica su muerte habría servido para algo!

En los últimos tiempos vuelve a hablarse de la necesidad de integrar nuestros montes en la economía regional, explotándolos desde una perspectiva silvicultural. Aunque no es una mala idea, es una idea recurrente que nunca ha llegado a cuajar, y eso por no enmarcarla en un criterio de sostenibilidad que requiere muchos años de inmovilizado antes de recoger los beneficios. La política forestal hecha a base de modas (castaños para duelas y para frutos, eucaliptos para papel, pinos americanos para lo que sea, pastos para pastar y, ahora, biomasa energética para quemar) nos ha llenado de cultivos en detrimento de nuestros bosques autóctonos y de una auténtica política forestal propia, con una componente medioambiental clara y con unos objetivos económicos correctamente establecidos; las modas conducen al hambre para mañana, pues no permiten establecer un futuro identitario claro. No hace falta volver al madreñero autosuficiente, pero sí sería necesario desarrollar un sector industrial propio de las maderas nobles capaz de sustentar un entramado de ebanisterías y carpinterías, sostenedoras, asimismo, de grandes extensiones de bosque autóctono, que no es sino lo que nuestra naturaleza nos regala a pesar de que reiteradamente lo dilapidemos.

Por cierto, para los amantes de los grandes tesoros ocultos, en Peloño, cerca del impresionante y divulgado Roblón de Bustiello, hay otro que tampoco tiene nada que envidiar a los gigantes de Muniellos ni a los de Polonia, y que seguramente está allí desde mucho antes de la caída de Granada; yo lo llamo «el roble de Juan Granda», para reconocer a un amigo que lleva casi toda su vida laboral vinculada a aquel rincón de la naturaleza pongüeta. Cuando en Asturias vivan muchos miles de estos grandes robles será porque la política forestal ha sido la correcta durante siglos.