La proverbial flema británica es más inglesa que escocesa. De hecho, ahí está Gordon Brown, escocés de Glasgow para demostrarlo. Brown, según los analistas, un hombre de talla intelectual y suficiente capacidad para la política, es conocido, sin embargo, por su carácter intempestivo y sus airadas salidas de tono. Pasará a la historia como un primer ministro que jamás fue elegido por los votantes y parte del mérito se lo debe a su insoportable humor.

Hay quienes, confundidos por la estética de «Braveheart», ven a los escoceses como unos ingleses con media cara pintada de azul y el pelo color naranja. Pero no es así, al escocés no le gusta que le llamen inglés, de la misma manera que ocurre al contrario. Y a los ingleses no les gusta que les gobierne Brown; es más, tampoco les gusta demasiado a los escoceses, a tenor de los resultados en las últimas elecciones.

La virtud o el defecto, según se mire, de la proverbial flema que resulta imposible atribuirle a Gordon Brown, lo tenía de manera muy acusada otro político británico de finales del siglo XIX y principios del XX, Herbert Henry Asquith, liberal conocido también por Lord Oxford. En una ocasión, un periodista americano que le entrevistaba le recordó que le habían hablado de él el presidente Wodrow Wilson, el secretario de Estados Unidos y la propia señora Asquith. Asquith, que entonces era primer ministro, le dijo al periodista: «¿Ah, sí? ¿Y qué le ha contado mi esposa?».

Brown ha estado durante la campaña electoral más preocupado de llamar sectarios a sus votantes que de sorprender a los periodistas con la flema de Asquith. Los británicos no han entendido sus arrebatos de mal humor, del mismo modo que él nunca ha entendido a los británicos. El hartazgo ha restado capacidad de pacto a los laboristas y de maniobra a los liberales de Clegg. Por eso la reina, otra maestra de la flema, tuvo que llamar ayer a Cameron para encomendarle la formación de Gobierno. Fin de una era.